No hace tanto (¿o sí?) que, de niño (pues sí hace, sí), me mandaba madre a la tienda de la esquina a comprar (o a la carnicería de Félix, que era aún peor). Ibas con una cesta de mimbre que era casi tan grande como tú, aunque, a priori, lo que hacía de aquello una misión especial era el hecho de hacer cola, pedir la vez y hacerla guardar.
Los recuerdos son borrosos. Apenas un par de escenas con sus diálogos entrecortados. Mi baja estatura, por aquel entonces, limitaba mi visión, presentándose ante mí un mostrador infranqueable, repleto de latas, conservas y encurtidos. Sobre él, una generosa ristra de salchichones, chorizos y morcillas y, presidiéndolo, el peso. Metálico, de color crudo, algo descascarillado. De él, me llamaba mucho la atención el brillo de la bandeja donde cabía cualquier producto a la venta. Cualquiera, repito.
El truco parecía estar en una manivela (en forma de T) que sobresalía de la balanza. De esta forma, cuando colocaban los ocho kilos de melocotones de Guadix y la aguja del peso se disparaba hacia el lado derecho, Antonio le daba vueltas a la palanquita una y otra vez hasta que el indicador se relajaba y se desplazaba lentamente hacia la izquierda.
Era en ese momento cuando pensabas que, de mayor, querías ser como Antonio y manejar aquel artilugio. Y en esas estabas cuando advertías que ya se te había colado una señora y te tocaba esperar otros veinte minutos.
—¡María, que te has colado delante del niño!
—¡Que hubiera estado más espabilado!
—¡Ay esta juventud! ¡Tienen tiempo de sobra! ¡Que no se te pase la vez ahora, que pareces estar en Babia! —apostillaba la señora que, inicialmente, parecía que iba a impartir justicia reprochando la maniobra de su vecina, pero que, a la postre, era otra compinche más.
Por fin llegaba mi turno de nuevo, cuando caía en la cuenta de que sólo me habían mandado comprar un kilo de sardinas de cuba, otro de manzanas, dos litros de leche, una botella del tío de la bota (¡no se me había olvidado el casco!), chocolate, tres cuartas de arenques (para deslomar en el quicio de la puerta) y algo de perejil. Nada había, en aquella lista de la compra, que obligara a Antonio a girar la manivela del peso. Así que decidí quedarme en Babia otro rato más. Era el turno de Dolores, la del tercero. Se coló e hizo trabajar al peso. Y yo pude disfrutar, de nuevo, al ver a Antonio girar la palanca (hasta diez veces) con la intención de medir exactamente los once kilos de patatas que, hábilmente, Antonio había colocado en la bandeja.
Con el paso de los años, he visto desaparecer aquellos pesos. Han sido sustituidos por otros más modernos con dígitos y sin palanquita. También he aprendido a evitar Babia cuando espero la vez y, si llega el caso, a indicar que me toca a mí. Ya no quedan Antonios tras los mostradores, ahora accesibles. Tampoco nos sobra el tiempo para detenernos en los momentos y los tiempos de quien nos despacha. Y, desde luego, ya no quiero ser como Antonio. En estos tiempos, hubiera sido una figura descafeinada, rota de dolor por no poder dirigir el camino hacia el precio de venta. Eso, ahora, lo da el código de barras.
Descanse en paz, Antonio (y las tiendas de la esquina)