Hay alguien en el coche. Lo he visto, al asomarme a la calle, desde la ventana de la cocina. Al principio, creo que es mi propio reflejo. Sin embargo, advierto la silueta en su interior. Está sentado atrás, con la cabeza orientada hacia el frente. Entonces, se gira y me observa. No sé cómo, pero me observa sin que yo pueda ser capaz de ver sus ojos.
Cuando salgo a la calle, ya no está. Abro todas las puertas; incluso, el maletero. Ni rastro de aquello. Arranco, siento un escalofrío en la nuca. No quiero girarme, pero lo hago. Nada. Miro por el retrovisor. Tampoco está.
Con el motor en marcha, decido meter el coche en el garaje. Maniobro hasta dejarlo bien colocado. Salgo y, cuando cierro, ahí está; sentado atrás. Es una especie de sombra, sin rasgos definidos, con dos cuencas profundas y oscuras, en lugar de ojos. Parece una mujer, tal vez una adolescente. Al abrir la puerta, las luces la hacen desaparecer. Me ha parecido que estaba sonriendo.
A solas en el salón, pienso qué hacer. A unos diez metros de mí, hay algo metido en mi coche. No puedo llamar a nadie a estas horas ni mucho menos contar lo que ha sucedido. Tengo cuarenta y ocho años y esto no puede estar ocurriendo. Aun así, no volveré al garaje. Me abro una cerveza. Dos, tres, cuatro. Me duermo a la quinta.
Despierto al cabo de un rato. No han pasado ni dos horas. Odio perder el sueño a media noche. Es más, si todo va bien, no suele ocurrirme. Pero algo, aquí, no va bien. Son las tres de la mañana y escucho el coche en marcha. Puedo oír perfectamente su motor diésel. Salgo a la terraza que conecta el garaje con la cocina. A eso, a lo que quiera que sea eso y a mí, nos separa una puerta metálica. El coche sigue en marcha. No acelera. Tengo que pasar, pues el habitáculo se llenará de humo, aunque no encuentro el valor. Acciono el mando de la puerta automática y, dando la vuelta, salgo a la calle por la puerta de casa. El garaje está abierto y el vehículo, arrancado. Aguardo de pie a que el humo acumulado comience a disiparse.
Está sentada, atrás, con la cabeza orientada hacia el frente. Al ver su reflejo en el espejo retrovisor, parece sonreír de nuevo. Tengo que apagar el motor, pero no me atrevo a pasar dentro del garaje. Aunque puedo verla, es como si estuviera dentro de mí. Apenas puedo moverme. Debo apagar el motor. ¿Y si paso al garaje y ocurre algo? Todo esto es una locura. Finalmente, abro la puerta del coche y presiono el botón de stop. Miro hacia atrás. Las luces de cortesía la han hecho desaparecer de nuevo. ¿Dónde estás? ¿Arrancarás el coche de nuevo cuando cierre el garaje? ¿Y si me quedo aquí? ¿Vendrás?
—No iré. No ahora. Esperaré a que conduzcas y bajes la guardia. Sólo entonces pasarás a sentarte conmigo, justo aquí atrás.