Hace un rato he ido a mirar el Whatsapp y no había ningún mensaje nuevo. Tampoco en Twitter. Nada en Instagram ni en Facebook. Mi hija, que tiene Line, reporta idéntica situación. El chico, jugador de Fortnite, señala que los servidores están en situación de «no response».
—¿Qué diablos ocurre aquí? ¡La tele! ¡La tele nos lo va a decir! —exclamo, visiblemente alterado.
La ponemos. Carta de ajuste. Con sonido incluido. Hace cuarenta y tres años que no escuchaba ese maldito ruido. Me ha recordado a aquellos sábados en los que, siendo un niño, me levantaba demasiado temprano y allí estaba. O a aquellos viernes, ya adolescente, cuando despertaba de madrugada, en el sofá, con ese chirrido inmundo metido en el mismo cerebro.
—¿Qué es eso, papá? —me preguntan los dos, medio en risa, medio horrorizados por el esperpento de imagen.
—Eso, queridos, es … ¡el puñetero fin del mundo! ¡Corred, chicos! ¡Haced las maletas! ¡Salgamos cagando leches de aquí! —les grito, con la mirada fija en ese círculo de cuatro colores.
—Papá. Deja ya de hablar como si estuvieras en una película americana. No podemos irnos. Estamos confinados, por si no lo sabías —me dice la niña, con esa sorna que tan bien saben utilizar los adolescentes.
Tiene razón —pienso. La cabeza me va a explotar. Demasiado canal Hollywood. No puedo comprender qué está ocurriendo. Desesperado, llamo al 061. Por fin, una voz humana me atiende.
—No ocurre nada, señor. Debe usted tranquilizarse. Por lo visto, su domicilio se ha visto afectado por un corte de información y no han podido conocer las últimas noticias.
—¿Qué noticias? ¿A qué se refiere usted? —pregunto alterado, como si de un mal sueño se tratara.
—El confinamiento se ha extendido a Internet. Lo siento, pero no pueden ustedes, literalmente, salir de su casa. Ni siquiera navegando.