El fuego parecía apagarse cuando creyó ver alguna forma en él. Achacó las visiones a la excitación que sufría. Someterse a ella era humano y, al mismo tiempo, un síntoma de debilidad. Había ejecutado el crimen según lo planeado soportando el olor a carne quemada sin inmutarse. Sin embargo, una vez terminado, sintió vértigo.
Se incorporó con la intención de acercarse. Lo que, segundos antes, le pareció una cara, no era más que un cúmulo de brasas caprichosamente dispuestas en torno a unas ramas verdes que crujían al quemarse. No existían, ya, evidencias que pudieran relacionarle con él.
—Él —pensó. —Él ya no está ni va a volver por mucho que crea verlo ahí, en mitad de las llamas. Se ha evaporado.
Sonrió irónicamente al ser consciente de que, tan sólo unos días atrás, solían besarse delante del fuego hasta quedarse dormidos.
Sucedía todos los inviernos desde que cumpliera los dieciocho. En aquella chimenea habían desaparecido, consumidos por las llamas, doce hombres desde entonces. Nunca hasta ahora le había parecido ver el rostro de alguno de ellos entre unas llamas que se apagaban suavemente.
—Tal vez debí esperar a que estuviera dormido, como hice con los otros —se reprochó.
Enseguida desechó esa sensación. Ella supo que él no iba a cerrar los ojos, así que antes de que le resultara más difícil lo hizo, empujándolo violentamente. Su mirada se quedaría con ella hasta extinguirse con el fuego. Sería el último. Con él, ella pudo conocer cómo se mira al morir.
Durante los próximos inviernos, recordaría sus ojos cada vez que estuviera junto al fuego, escondidos entre las cenizas.