Hoy hace dos años que comenzó a suceder. Fue por la mañana. Cuando salí de casa, con la mochila a la espalda, dispuesto a caminar hacia el trabajo, encontré a los vecinos en la calle. Algo raro sucedía. Tardaba unos segundos en darme cuenta. Todo, la acera, el asfalto, los arbolitos, las casas, mis vecinos, yo mismo. Todo era de color marrón. El cielo que cubría nuestras cabezas también lo era. Los que allí nos congregábamos nos sentíamos bien. Las cosas estaban en su sitio. Había orden. Nos miramos los unos a los otros y, con disciplina, nos dirigimos a nuestros quehaceres. Aquello terminó desapareciendo al abandonar la calle, tras la esquina. El resto del mundo era de otro color. La mañana siguiente escuché gritos afuera. Mis vecinos estaban acalorados. Discutían, reían, corrían. Matías, a sus ochenta años, había dejado el andador al lado del contenedor de la basura. María, su mujer, hacía abdominales en mitad de la calle, teñida de rojo, al igual que las fachadas de nuestras viviendas, en el mismo tono que nuestra piel. Éramos de color rojo. Al fondo, justo donde comienza el bulevar, las cosas eran como siempre. El mundo seguía albergando muchos colores. Las cosas parecieron calmarse tras ese día. Pasaría un mes y medio antes de volvernos a encontrar todos de nuevo, pintados de amarillo, con nuevas noticias que contarnos. Paco vino a ofrecerme su coche, a buen precio y Luisa sacó a la calle su biblioteca de novelas y ensayos. Yo, por otra parte, anduve inspirado todo el día. A la mañana siguiente, mi puerta era verde y el perro de Milagros, también. Qué raro aquel perro tan verde, intentando ir detrás de los gatos de Florencio, verdes, parapetados tras la farola, verde. Verde que te quiero verde, le dijo Gracia a Manuel, siempre de manera sosegada. Qué tarde más tranquila pasamos todos, sentados al fresco, verde. Transcurrieron dos semanas y llegó lo azul. La calle se llenó de niños que jugaban a la comba, al fútbol y al pilla pilla. Nuestros hogares se volvieron tranquilos y las entradas de las casas fueron la prolongación del azul tranquilo que inundaba el aire. El resto del mundo, seguía igual. Tan solo hace unos días, Lorena tocó al timbre. Venía acompañada de Jaime y me traían una tarta recién hecha. Era de chocolate, pero naranja. Yo me sentía también generoso, tanto que no dudé en ofrecerles el mejor de mis licores, reservado para ocasiones especiales. Aquel mediodía, todos nos regalamos lo mejor de nosotros mismos. Tal vez aquello fue el preludio de lo que vendría a suceder una semana más tarde, cuando todo se tornó violeta. Los matrimonios se intercambiaron unos con otros e hicieron el amor durante horas. Los niños se habían quedado con los abuelos, en la otra punta de la ciudad, en la que nunca pasaba nada. El vecindario, sencillamente, se puso morado. Aquella noche fue la más intensa de todas. Llegaría, con el tiempo, el momento para el negro. Resultaba grotesco verlo todo de aquel color, así que fuimos discretos, elegantes y cada uno hicimos lo que teníamos que hacer sin más relevancia. Por fin, hoy, todo es de todos los colores y, en el resto del mundo, todo es gris. No hemos querido salir de nuestra calle. Nos sentimos de todas las maneras posibles. No queremos ir hacia el bulevar. Más allá, todos se conforman.