El alquimista y el pan

Había dedicado años a estudiar las harinas que finalmente harían posible su pan. Ya no recordaba sus inicios como aprendiz, cuando mezclaba toda clase de ingredientes sin haber participado en su selección; cuando asomarse a un horno no tenía nada de especial, más allá de hacerlo siempre de noche. A medida que los años se sucedían, la vida lo llevaba de despacho en despacho y le robaba todas las lunas, desde las llenas hasta las menguantes, porque la Luna nunca censuró al pan, como sí hacía con el pescado, tímido y difícil de apresar cuando las mareas se antojan imposibles. Aquellas horas frente al horno no se quedaban únicamente en vigilia. Fueron horas de forja, en las que advertía cómo el pan sí crecía burlándose de las lunas y de las mareas, cómo el pan se burlaba también de su sueño, que de tanto hacerlo terminó por robárselo. Ahora es un panadero sin sueño, con sueños todos los días. Y por eso dedica el ritmo de las noches a mezclar las harinas que la industria no echó en falta y que los artesanos rebuscan en viejos molinos que se resisten a los tiempos de entrada y salida en trabajo y en cadenas.

Persiguió durante esas noches texturas casi posibles, mientras le venían a la cabeza los delirios de un alquimista  leídos a fuego en El Perfume. Recuerdo escucharlo hablando de aquel libro, años antes de enfrentarse a un horno nocturno. Tal vez entonces ya llevaba en su corazón ese aliento que lo empujó, finalmente, a asistir a sus creaciones como un padre asiste al nacimiento de sus hijos. Perseguía el pan perfecto, el sabor perfecto que nadie pudiera refutar. Como alquimista metódico, estudió los procesos que terminaban resultando en aquel polvo ocre, tostado, viejo y único que, combinado en las justas proporciones, llevaría la felicidad escondida debajo de una corteza perfecta.  Buscaba el pan de la vida que llevara a la muerte por el camino más largo y con el mayor número de paradas posible.

El fruto de su esfuerzo ha llegado esta noche. Sentado frente al horno, se pregunta si podría hacer algo más. Si pudiera estar dentro, vigilando su crecimiento, observando la quiebra de la corteza, carnosa y reveladora. Si pudiera contener la implosión de lo blanco y detener su crecimiento a las puertas de lo tostado. Tenía que esperar al momento justo. Lo que allí dentro se fraguaba correspondía al destino vomitarlo del fuego. Las horas que han transcurrido han dado para revolver los viejos sueños y volverlos a mezclar de nuevo en una madre que fermenta las risas y los lamentos, la vida misma antes, ahora y después, los olvidos y los reencuentros. Dentro del horno esta noche se ha cocinado el pan perfecto. Fuera de él, a sus puertas, él ha completado una masa definitiva que le permite seguir siendo lo que ha trabajado durante todos estos años. El alquimista ha llegado para quedarse y conoce cómo se elabora el pan perfecto. Tan solo nos queda, probarlo.

Dedicado a mi amigo Nicolás. El alquimista perfecto. Panadero de profesión y pasión.

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