Se marchó de la fiesta sin buscar mis ojos. Lo supe porque los míos sí buscaron algo a lo que agarrarse cuando su figura desaparecía tras la puerta. No encontraron nada y se cayeron irremediablemente al suelo, impidiéndome ver más allá de mis zapatos, dejándome al amparo de mis oídos a los que confié mi supervivencia en aquel guateque que ahora sin ella era un baile de tres al cuarto. Mi espalda me llevó hacia la pared más cercana al rincón, justo donde mis manos no podían alcanzar nada que llevarse a la boca y donde no había nadie con quien mantener una absurda conversación. Permanecí en silencio mientras sentía el calor del cava en el estómago, el frío húmedo en mis sienes y ese temblor horrible en las rodillas. Cuando abrí los ojos, estaba tumbada en aquel sofá rojo tan bonito que presidía el salón. Ella ya no volvería, como tampoco lo hizo ese frío y menos aún el calor del cava en el estómago. Sin temblores, pude volver a bailar y mis ojos terminaron por encontrar otros con los que enredarse en mitad de aquel sofá rojo, el mismo que horas antes presidía el salón.