Había días, y estos venían de corrido, en los que ni se paraba a pensar en lo que era o lo que quería para sí. Los libros, las esperas, las tormentas, las cerezas, el verano que ya avisaba y las horas bajo el emparrado dejaban de existir, cediendo sus espacios y sus tiempos a las tareas que no le dejarían disfrutar de la calma mientras estuvieran pendientes de terminar. Los libros no se sintieron contrariados pues éstos, tumbados sobre la cómoda, sabrían esperar su momento. Las tormentas eligieron otros campos donde descargar su frescura. De las cerezas no tendría que preocuparse hasta la próxima temporada y el verano que ya avisaba discutía con el emparrado por un metro de sombra, que iba y venía entre la mañana y la tarde. Ni las esperas se salvaron de ese trajín constante y también se supeditaron a lo que urgía. Toda su vida se paró aquellos días para poder ponerla en marcha de nuevo al término de lo inmediato. Demandó paciencia y todos, libros, tormentas, cerezas y esperas, intentaron tenerla. Todos menos el paso de los años que llegaba sin hacer caso a nadie, que si no vuela camina , pero cesar no cesa.