El trombonista

Vicente terminó de limpiar la boquilla de su trombón justo antes de que Elisa entrara en casa con la niña. Las había visto venir desde la ventana de la cocina. Beatriz iba tirando de su madre, saltando de la acera a la calle y de ésta a cualquier tapa de alcantarilla o registro que apareciera en su camino. Se apresuró a guardar el instrumento, no tan cuidadosamente como otras veces y echó un vistazo rápido a la mesa de la cocina para comprobar que no había olvidado nada.
La mañana del sábado era lluviosa así que Beatriz no había dejado de meter sus pequeños pies en cada uno de los charcos que encontró camino de la churrería y ahora podían escucharse por toda la casa las pisadas húmedas de la niña, corriendo hacia la cocina. Cuando Vicente quiso darse cuenta, Beatriz estaba sentada esperando a que él sirviera el chocolate que había preparado. Mientras tanto, Elisa extendía la rueda de churros en la mesa y los cortaba en grandes trozos. El olor del chocolate se mezclaba con el de la niña a la vez que ésta no dejaba de preguntar a trompicones el porqué de las cosas, sin dar tiempo a que sus padres pudieran elaborar una respuesta. Algunas cuestiones eran sencillas de contestar, como las relativas a la lluvia o al color de las nubes. Sin embargo, otras eran extremadamente difíciles. Resolver la duda de por qué los churros eran redondos, por ejemplo, conllevaba serios dolores de cabeza si uno pretendía ofrecer una explicación definitiva, que zanjara el tema para siempre. Vicente, en cambio, buscaba otras razones y cada sábado contaba una historia diferente sobre la atrevida forma de los churros y sus fascinantes consecuencias sobre la vida en la Tierra. Para Beatriz, el olor a chocolate terminaría mezclándose con el de los cuentos de Papá y el contenido de aquellas mañanas quedaría intacto en sus recuerdos durante años.
Sentada en la quinta fila, Beatriz escucha por última vez la lista de candidaturas. Han sido muchos los guiones que la han traído hasta aquí. El primero, que escribió con trece años y que leyó a Papá mientras éste se terminaba el chocolate. Más tarde llegaron los que realizaba en el instituto, entre recreos y horas sueltas; los de verano, con Juan mirándola embelesado mientras ella leía, interpretando a cada personaje; y los de la Facultad, que apuntaban tan alto que llegó al mundo del Teatro con tan solo veintidós años. Todos los que escribió le condujeron hacia el momento de escuchar el nombre de la película que vistieron sus palabras, encadenadas una detrás de otra hasta el punto de conformar una historia que había entusiasmado a miles de espectadores. En su discurso, Beatriz recordó a Vicente, un trombonista que le hizo descubrir lo maravilloso que era contar las historias de siempre con una mirada diferente.