Decidimos entrar en la cueva para guarecernos de la lluvia. Alguien, uno de nosotros, encendió una linterna y pudimos ver dónde pisábamos. Había demasiada humedad y nuestros pasos eran frágiles. Ninguno queríamos ser un estorbo, por lo que, confiando en no perdernos, nos atamos los unos a los otros, adentrándonos juntos.
—¿Cuál será el desenlace? —preguntó en voz baja Ismael, girándose hacia mí.
—¡Calla y mira con atención! Si caes nos arrastrarás a todos.
Fue lo último que pude pronunciar. En un instante, todo el grupo se hallaba precipitándose barranco abajo a una velocidad endiablada. Se escucharon gritos desesperados, impactos contra la roca y, finalmente, el silencio.
Caí encima de Lucas. Una luz, proveniente de un frontal desprendido, alumbraba en mi dirección. Pude verle los ojos, sin vida. Espantado, me retiré como pude, quedándome inmóvil, apoyado contra una pared helada.
Transcurridos unos minutos, mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra. El frontal comenzaba a perder energía. Aun así, vi que Ismael había caído a unos metros de distancia, más abajo. Me asomé a la plataforma y comprobé que también había muerto. Su cuerpo yacía apilado junto a otros tres.
—Ya tienes tu desenlace —pensé, sin recabar que, para el mío, aún quedaban unas horas más.