El umbral

Supo que era ella al instante. Después de siete meses, conocía aquella forma dubitativa de meter la llave en la cerradura; un primer tanteo y en el momento de estar segura, terminar de introducir el espadín y girar rápidamente, traspasando el umbral con aquel tacón, sólido y perpetuo. A él le parecía seguir escuchándolo aun cuando ella dejaba la bolsa del portátil y lo besaba en la mejilla.

En su ausencia, él se preguntaba por qué razón le sucedía aquello. Con toda certeza, saber que ella ya estaba allí le producía más calma que deseo. La misma calma que, para el resto, acude tras el deseo, era en su caso previa al mismo, de tal forma que lo mitigaba hasta saciarlo. Aquellas noches, mientras ella lo besaba, descalza y medio vestida, él ya soñaba con verla traspasar aquel umbral una vez más, tras girar de esa forma la llave, segura después de dudar.