Depositó el libro en la bandeja, junto con las llaves y la cartera. Atravesó el arco de un paso firme y esperó al final de la cinta. La máquina detuvo entonces su progreso y el guardia encargado de la pantalla saltó de su silla.
—Señor, me temo que tendrá que acompañarme —le dijo al tiempo que otro compañero se acercaba rápidamente para evitar una posible huida.
—Disculpe, pero ¿por qué he de hacerlo? —contestó sin oponer resistencia mientras el guardia lo esposaba.
—Me temo que lo sabe de sobra. Ha intentado usted embarcar con esto —apuntó el agente, señalando el libro.
Fue empujado hasta las dependencias de seguridad del aeropuerto. Allí lo mantuvieron durante cinco horas antes de realizarle pregunta alguna. Finalmente, alguien cuya cara no había visto nunca, entró en la habitación y le mostró una página fotocopiada del libro.
—Dígame, si es tan amable ¿De dónde ha sacado usted esta fotocopia? ¿Acaso no sabe que está penado por la Ley transportar determinados libros o fotocopias de los mismos?
—Yo no transportaba esa fotocopia ¡Yo portaba el original! —exclamó golpeando la mesa con las manos aún esposadas.
Lorenzo, guardia de seguridad del aeropuerto, a sus cuarenta y ocho años, logró hacerse con una edición en italiano de uno de sus libros favoritos. Su madre, Sofía, solía leérselo durante las cortas tardes de invierno, cuando todavía era posible acceder al pensamiento de otros seres humanos a través de las letras. Sobre Lorenzo, ahora, pesa orden de busca y captura por un delito contra la salud social. En su defensa alegará que no pudo evitar quedarse con el ejemplar. Su traducción al italiano era exquisita.
¡Feliz día del libro!