Inés (1 de 4)

Cuando el autocar aceleró, Adela no quiso volver la vista atrás. Sintió en su estómago el movimiento que la arrastraba lejos del pueblo, enclavado entre las dos únicas montañas que existían en cientos de kilómetros a la redonda. Eran éstas las que imprimieron un carácter especial en quienes allí vivían, forjando ciertas tradiciones que nadie en su sano juicio entendería. Con el tiempo, de esas tradiciones se derivó la Costumbre y de ésta se llegó a la Ley, por lo que los habitantes de aquel territorio se regían por un Ordenamiento propio, distinto del resto del país. El caso es que, a sus veinticinco años, Adela decidió ver qué había más allá de aquellas montañas, desafiando a la maldición que pesaba sobre aquellos que osaban permanecer lejos de ellas durante más de tres noches consecutivas.

Eduardo se quedó de pie en el andén, llorando y muerto de dolor porque el amor de su vida, Adela, ahora se marchaba. Supo de sus intenciones justo la noche anterior, en casa de Rafi, prima de ambos. A decir verdad, Adela no tuvo jamás intención de contarle nada a Eduardo pero éste, avispado como era, escuchó la conversación entre ambas desde la ventana. No pudieron terminarla, ya que Eduardo había comenzado a llorar desconsoladamente y, casi sin poder articular palabra, suplicó a Adela que no se marchara pues la amaba intensamente y no podía imaginarse un mundo sin ella, algo que terminaría por ocurrir si pasaba más de tres días fuera del pueblo.

Tras una noche en vela y sin haber conseguido que cambiara de opinión, su amada desaparecía tras la primera curva que dibujaba la carretera hacia el resto del mundo. Hay que decir que Eduardo intentó todo lo posible para evitarlo. Como Adela no tenía madre ni padre ni tampoco hermanos, en un primer momento pensó como excusa en Rucho, el pastor belga que le había regalado por su veinte cumpleaños. Pero Rucho ya tenía una nueva casa desde hacía medio mes, como Rafi no tardó en confirmar. Ésta siempre había querido tenerlo y ahora Adela se lo concedía. Descartada esa medida, Eduardo despertó a Miguel a las tres de la mañana para convencerlo de que no se le ocurriera poner en marcha el autocar al día siguiente. Más que él, fue Loli, su mujer, la que lo mandó literalmente al carajo maldiciéndolo por teléfono. Incluso Rafi, que era vecina del sargento Emilio, tuvo que interceder cuando éste último lo llevaba esposado a las siete de la mañana tras haber intentado pinchar todas las ruedas del autocar. Eduardo, provisto de un hacha, había reventado el cierre de la cochera donde Miguel lo dejaba todas las noches, despertando a todo un vecindario que no tardó en denunciarlo en el cuartelillo. –Por amor se hacen estas cosas –le decía Rafi a Emilio mientras caminaban hacia el calabozo y éste, que siempre fue un romántico desde que perdió a su esposa en sus bodas de plata, lo dejaba libre, no sin antes advertirle que era su última oportunidad. A Eduardo únicamente le restaba llorar y eso hizo hasta que a las nueve de la mañana todo se acababa.

Adela ni siquiera tuvo el detalle de mirar por la luna trasera del autocar y eso terminó por destrozar el corazón de Eduardo, ya de rodillas, derrotado. Mientras Rafi intentaba levantarlo del suelo, los ecos del motor del autocar que se llevaba a Adela se perdían en la garganta que dibujaban los dos macizos que no pudieron retenerla. Eduardo sintió que la vieja carretera penetraba su corazón y lo partía en mil pedazos.