–Soy consciente, querida niña, de todas las historias que sobre mí se han contado en el pueblo. Ignoro cuál de ellas o, mejor dicho, qué versión es la que tú conoces, pero lo que sí sé es que estás a punto de escuchar lo que en realidad ocurrió con mi vida hace ahora cincuenta y cinco años. Inés contaba las cosas despacio, para no olvidar ningún detalle y porque necesitaba tomar aire cada vez que recordaba. Prosiguió.
–Entonces yo tenía dieciocho y, como bien sabrás, la Ley que nos rige, antes Costumbre, obliga a las chicas con esa edad a permanecer un año en clausura, a la espera de ser casadas en virtud de un acuerdo entre familias. Aunque era una niña alegre, nunca fui tonta, así que sabía muy bien qué pasaría al cumplir la mayoría de edad. No obstante, percibía tanto amor por parte de mis padres que no pensé en una imposición como la que finalmente llevaron a cabo. Enrique era, ya desde niño, una mala persona y cuando mi padre me comunicó sus intenciones, quise morirme. La noche antes de cumplir los dieciocho, José Ricardo me ayudó a escapar del pueblo. Él estaba perdidamente enamorado de una chica de Tosilla, Elena, y me había visto llorar amargamente durante los paseos de verano junto a mis padres. Esa noche salté por la ventana de la alcoba y a la mañana siguiente estábamos los dos muy lejos de allí.
–Entonces Inés, Usted y José Ricardo … –preguntó Adela afirmando con la cabeza.
–Como ya te he dicho, él amaba a Elena. Para José Ricardo, yo no era más que la hermana pequeña que nunca tuvo. Cuando llegamos a Tosilla, me dejó en una pensión, no sin antes darme un sobre con dinero más que suficiente para comenzar una nueva vida. Se despidió de mí y se marchó hacia el puerto donde tenía pensado coger un barco con ella. No me dijo hacia dónde ni yo quise saberlo. El resto de la historia ya la conoces. Semanas más tarde, los guardias me llevaron de nuevo a casa.
–Entonces, ¿por qué no negó Usted las habladurías? ¿Por qué permitió que todo el pueblo pensara que Usted y José Ricardo …? –preguntó Adela sorprendida.
–Esa fue mi venganza. Contra todos. Contra mis padres a los que tanto quise y contra Enrique, al que tanto desprecié. Durante todos estos años de matrimonio, cada vez que él me miraba a los ojos, yo le hacía entender que únicamente había habido un hombre en mi vida y que distaba mucho de ser él. Me sabía en una mentira pero a la vez que ésta me deshonraba, a él le traspasaba el alma. Nada hay más doloroso para un mal hombre que tener la certeza de ser temido pero no admirado.
Adela no podía pensar. Esperaba otra realidad y, aunque sintió compasión por aquella mujer y su desoladora historia, no pudo sino sonreírse al saberse equivocada durante estos últimos años. Con curiosidad, Inés le preguntó: –Y tú, niña ¿por qué estás aquí? ¿Esperabas que te contara otra cosa?
–Adela cogió de la mano a Inés y le dijo:
–Durante todos estos años he pensado que entre Usted y yo existía algo sin resolver. Al igual que los demás, creí que Rosario era su hija, de Usted y de José Ricardo, fruto de una relación que ahora sé jamás existió. Supuse, además, que Rosario le había contado todo lo referente a Ricardo y que, por eso, Usted jamás trató con el niño.
La anciana apretó las manos de Adela, temblorosas. A esas alturas de la conversación, Inés ya había adivinado lo que la chica iba a contarle. –Oh, Dios mío, mi niña. Pero entonces … ¬–Sí Inés, …
–continuó Adela interrumpiéndola.
–Cuando cumplí la mayoría de edad, al no tener padres ni tampoco hermanos, mi prima Rafi decidió, junto con su marido, que cumpliera clausura en casa de Eduardo y éste estuvo de acuerdo pues, como sabrá, él aspiraba a convertirse en mi marido. No tengo nada que reprocharle pues no he conocido a un hombre más bueno que él. Lo demostró cuando Luis, su hermano, me violó dejándome embarazada de Ricardo, tras llevar apenas tres semanas en aquella casa. Eduardo me cuidó durante los meses siguientes, hasta que el niño nació y Rosario y Luis se lo llevaron, arrancándolo de mis brazos. Él ha estado siempre ahí, intercediendo y logrando que su sobrino se acercara a casa mientras yo estaba de visita.
Las lágrimas recorrían las mejillas de Adela y hubieran impedido que ésta continuara hablando si no fuera porque las manos de Inés la empujaban a ello, apretando las suyas. Como pudo, siguió narrando:
–Estos años han sido duros, Inés. Renuncié a casarme con Eduardo pero no pude dejar de verlo para estar con mi hijo. Al mismo tiempo, me sentía en deuda con Usted al verla sufrir mientras todo el mundo creía que el niño era su nieto. Yo podría haberla librado, al menos, de esa mentira, pero nunca encontré el valor suficiente para hacerlo porque sabía que entonces toda la angustia que Usted padeció me tocaría vivirla a mí. Ahora, el destino ha querido que Ricardo viaje conmigo y algún día espero encontrar el coraje suficiente para contar la verdadera historia, si es que regreso a aquellas montañas.
Inés sonreía en silencio cuando Miguel hizo sonar el claxon del autocar. Pudieron ver al niño sentado justo detrás de él, mirándolas apaciblemente. Al subir, Adela se colocó junto al pequeño Ricardo, le dio un beso y soltó la mano de Inés, que se dirigió hacia su asiento sin borrar de su rostro la sonrisa de quien ya no necesita la aprobación del resto.