El aceite humeaba, esperando recibir algo empanado o tal vez algún famélico huevo, desprovisto de su cáscara. El sonido de la campana enmudecía el televisor y el tintineo de los tenedores esperando algo que ensartar completaban la orquesta de todas las noches. Eran cinco minutos, no más de diez, los que marcaba el cronómetro cuando, por fin, colocaba el mando de la vitro a cero, apagaba la campana, buscaba el mando del televisor para bajar el volumen, entonces insoportable, y escuchaba el fondo de los platos asentarse en la mesa, deteniendo el tamboreo de los cubiertos sobre ella para disponerse a cercenar ese empanado de color oro, crujiente y bañado en aceite virgen, de oliva.
Instantes más tarde, tenedores y cuchillos descansan, ya sin amo, sobre unos platos manchados con los restos de una batalla fácil, rápida, previsible y cierta. El televisor únicamente muestra una diminuta luz roja y la sartén cada vez emite menos calor, demandando algo de agua y jabón. Ahora reina el silencio que solo se quiebra cuando al fregadero comienzan a llegar los instrumentos de la batalla.
Al tiempo que el agua cae mezclándose con el desengrasante verde y los niños se escuchan en el salón devorando las mismas imágenes, se cierra el grifo y quedan en el aire cientos de pensamientos cortos, algunos de menos de un segundo, que vienen a la cabeza cuando las cenas acaban y te encuentras a solas con la cocina, mientras la vida sigue.