A pesar de la inminente llegada del verano, los días continuaban siendo frescos, ventosos, húmedos y grises. Los caminos aún mantenían la tierra fijada a las piedras sin que el polvo pudiera levantarse y los pies aún se hundían al caminar entre los olivos. Los libros permanecían cerrados, bien por falta de tiempo, bien por un verano que se aventurara distinto, bien porque la realidad golpeaba tan duro que ni la lectura de sus páginas podían esquivarla. Condescendiente, el calor continuaba sin empujar los restos de la breve primavera, casi inexistente. Era como si la estación supiera que se había solicitado un tiempo muerto, al igual que un entrenador de baloncesto reclama cuando los segundos caen sobre su marcador y necesita recomponer las bases de su juego. No se hallaba, sencillamente, en disposición de que este verano llegara como siempre, imponiendo la rutina de sol, libros y calma que hasta entonces había ocupado sus horas de descanso. Respiró pensando que aún tenía tiempo y supo que sería un verano distinto, tal vez sin libros.