la playa (y la nueva normalidad)

Los altavoces de la playa venían avisándolo desde las seis de la tarde.

—¡Atención! Se comunica que la playa permanecerá cerrada desde las 22:00 hasta las 08:00 horas. Nos protegemos todos.

Pedro se durmió. Su mujer, Gracia, se había subido con el niño a eso de las 20:30 horas. Con el jaleo del baño y la cena, Gracia se olvidó de Pedro. Había terminado de acostar a Pedrito cansada, así que se puso un vermú con hielo y le pidió a Google algo de música. De los ochenta, que le gustaba mucho.

Se despertó a las tres de la madrugada. Pedrito lloraba.

—Ve tú, Pedro. Yo estoy muerta —dijo, mientras se levantaba para ir al baño.

—¡Pedro! ¡El niño llora! ¡Ve a ver qué le pasa!

Sentada en la taza, con los ojos medio cerrados, la cabeza le ardía. Se pasó con el vermú. Pensar en el último trago la devolvió a la realidad. Se acostó sola. Pedro no había vuelto de la playa ni contestaba al teléfono. Corrió hacia la habitación del niño.

Un espasmo lo movió de la silla de playa. Solía recobrar la consciencia de este modo, tras quedarse dormido durante horas. Pedro se incorporó, algo desorientado. Era de noche y estaba solo. Supo que seguía en la playa. El sonido de las olas del mar era ahora más intenso que nunca. Una corriente de aire fresco terminó por despabilarlo. Miró el móvil. Sin batería. Plegó la silla y dispuso camino hacia el paseo marítimo.

—¡Alto ahí! ¡La playa está cerrada! —gritó uno de los tres hombres que, al pie de una farola, permanecían en posición de alerta ante la proximidad de Pedro.

—¡Perdone! Si yo sólo me voy a mi casa —acertó a responder Pedro, con un tono aún propio de alguien desconcertado.

—¡No se mueva! Le he dicho que la playa está cerrada y no puede usted abandonarla. Permanezca en su posición o será arrestado.

Pedro, inmóvil, con la silla plegada en la mano izquierda y la toalla sobre el hombro, no podía creer aquello. Él quería volver a casa.

—¡Disculpe, agente! ¿Qué hora es? Verá, me he quedado dormido y tengo que volver a casa. Me esperan mi mujer y mi hijo pequeño.

—¡Son las 03:18 horas! La playa ha quedado cerrada hace exactamente cinco horas y dieciocho minutos y usted no puede abandonarla. A partir de las 08:00 horas, podrá regresar con su familia.

Pedro iba a replicar algo cuando creyó ver a Gracia bajando la cuesta que iba a morir a la playa. Traía a Pedrito en el carro, el cual lloraba desconsoladamente. Los tres hombres se giraron, alarmados por el ruido del llanto.

—¡Mire agente! ¡Es mi mujer y mi hijo! ¡Bajan a por mí! ¡Ve como no le mentía!

—¡Pedro! ¿Qué haces a estas horas en la playa? ¿Quiénes son estas personas?

—Cálmese, señora —dijo el principal en tono condescendiente —su marido está retenido pues la playa cerró y se quedó dormido en ella. No podrá abandonarla hasta la hora de apertura.

Gracia, lejos de sosegarse, se acercó al hombre y le propinó una patada en la entrepierna, logrando que las rodillas de este cedieran y acabara con su cara estrellada en las losetas del paseo. Los otros dos guardias corrieron a detenerla. Sólo uno de ellos llegó. Pedro había saltado el murete y desactivado al más alto, golpeándole con la silla de playa. Gracia, sujetada por el último de ellos pedía auxilio. Pedrito no dejaba, mientras tanto, de llorar.

—¡Suéltala o te arrepentirás! —gritó Pedro al tiempo que hacía girar la silla sobre la cabeza.

El hombre prestó atención a Pedro, momento que Gracia aprovecharía para zafarse de él, coger el sonajero del carrito y clavárselo en un ojo, produciéndole una herida severa. Los gritos de dolor ahogaron la rabieta de Pedrito que, ante la rocambolesca escena, había comenzado a reír. Gracia y Pedro, extenuados, se abrazaron.

—Pensé que algo horrible te había sucedido, amor mío.

—Únicamente me quedé dormido, Gracia. Sabes que trabajé duro ayer y estaba realmente agotado. Siento haberte asustado.

—¡Júrame que no volverá a repetirse, Pedro! Sabes que me pongo muy violenta cuando el niño llora y no estás. Y luego son otros los que pagan las consecuencias.

El primer hombre hizo ademán de levantarse, aún con las manos entre sus muslos. Gracia le clavó las llaves en el cuello. Después, Pedro y ella se besaron.

—¡Anda! Vamos a limpiar todo esto. No me gustaría que a Pedrito se le quedara grabado. Aunque aún es muy pequeño, nunca se sabe cómo puede afectarle esta nueva normalidad.

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