Las escuelas cierran hasta septiembre. El olor a chiquillo se desvanece y los que estos días vagamos por los pasillos llevando papeles de un cuarto a otro, somos una triste caricatura de lo que éramos hace un mes. No tenemos aulas que abrir ni pizarras que borrar. No pasamos lista ni recurrimos a ese viejo truquillo para captar la atención. Llevar un boli rojo en el bolsillo del pantalón carece ya de significado. No siento ninguna emoción al asomarme al parte de guardias y la máquina del café está desenchufada. No escucho mi nombre al salir al patio. Nadie lleva cara de prisa. La hoja de reservas del aula informática la han aprovechado para hacer un croquis de cómo llegar a la laguna del rey. Ya no me enfado si el proyector no enciende. Ahora hay un silencio que nos despoja de lo que teníamos en común y nos revela como mortales y extraños. Los unos de los otros. Rayando lo absurdo, el timbre de cambio de clase continúa sonando. Alguien terminó por desconectarlo y fue peor aún. ¿Qué hace un albañil delante de una obra? ¿Y un contable sin facturas? ¿Un surfista sentado en la orilla un día de viento? ¿Un borracho sin botellín? ¿Un actor sin telón? ¿El amor sin dolor? Yo ya no hago nada en esta escuela sin chiquillos. El profesor se fue el día que dejé de oírlos y ahora solo estoy yo. Mejor me escondo hasta que esto vuelva a parecer una escuela.