La escritora de relatos, prolífica en todas las épocas del año, tenía que atravesar, durante las navidades, su particular Vía Crucis. Atiborrada de prejuicios, aquello significaba que estaría alrededor de veinte días sin tirar una sola línea decente.
—Puedes escribir sobre los reencuentros o sobre la amistad. Sobre el amor a la familia, la lógica aplastante del hogar, el dios del mundo, los valores que resisten a las modas o sobre la huella que dejamos todos y cada uno de nosotros en todo lo que hacemos. Puedes —pensaba —escribir sobre ti.
En algún momento, encontraba fuerzas y confiaba en que, bien hilado el argumento, la historia saldría por sí sola o a empujones, sí, pero ayudada por la inercia de quien ya conoce los pasos a dar. Este año por fin escribiría algo en navidad.
Pero cuando finalizaba el primer borrador, se daba cuenta de que lo había ambientado en el verano, cuando suceden las historias románticas. Lo eliminaba para comenzar de nuevo. El resultado, los protagonistas se besaban en mitad del otoño. Cambió el otoño por la primavera y no vio manera de encajar la navidad en párrafo alguno.
—Me es imposible hacerlo. No encuentro el hueco para nombrarla —se dijo. Pero continuó.
—Tal vez deba pensar en el invierno. Navidad sucede en esa estación aunque no es como yo lo imaginaría. Realmente, el invierno es crudo y cruel con los débiles. Nos obliga a refugiarnos para sobrevivir. Los inviernos no son buenos lugares para el romance, al menos, los que yo desearía. Quiero un amor sin calcetines, no una escena donde retratar a dos amantes resfriados, que se acarician con las narices enrojecidas y gruesas como si de una pelota de fútbol se tratara. No funcionará. Tengo que arrojar a la basura todo lo que detesto de las navidades.
Lo hizo. Comenzó por la estúpida crítica a la navidad como época consumista.
—¡Que compren lo que quieran! Quién soy yo para andar criticando tamaña incoherencia.
Más tarde, empezó a ver con buenos ojos la sana costumbre de desearse el bien. Siempre lo había odiado pues no encontraba sentido al hecho de que las palabras tuvieran que plegarse a las fechas. Es tiempo para la generosidad. Dicho queda.
Por último, y esto fue lo que más le costó, eliminó la idea de que posicionarse contra la navidad suponía estar a la vanguardia. La familia es lo que importa, máxima que guardó en sus apuntes. Tradición y otras palabras semejantes retumbaban en sus oídos.
—Estoy preparada. Comprar y consumir, desear el bien y estar con quienes me han querido siempre. Creo que tengo los ingredientes de una buena historia, así que me pongo en marcha.
Son unos cuantos los regalos que encuentra al pasar a casa. Están bajo el mismo árbol que recordaba, colocados de la misma forma. De pie, papá y mamá sonríen con los brazos abiertos y, si no fuera porque están un poco más viejos, diría que no han pasado los años. A los pies de ese árbol se equipó sus primeros patines y abrazó a su segundo peluche, el que más tiempo estuvo en su habitación. Todo huele como antes y las palabras suenan a algo que la hace sentirse protegida, confiada.
—Estás en casa por fin. Deja, que te cuelgo el abrigo. ¿Cómo está mi pequeño?
Óscar se esconde tras el pantalón de mamá. Pero sólo por vergüenza. En realidad, no deja de mirar los envoltorios de los regalos. Hay uno que parece un robot empapelado, el que tanto le gusta. Mami le dice que corra y lo abra y Óscar, en menos de un instante, está con las rodillas en el suelo, jugando con él, a los pies del árbol.
—Son como los patines —dice la abuela.
—Mamá, no son patines. Es el robot que pidió.
—Sus ojos, cariño. Son como los que tú tenías, cuando viste aquellos patines.