El calor cesa de repente y la luz desaparece. Apenas unos segundos antes, sentía mi cuerpo quemarse y ahora me ahogo. El bochorno es insoportable. No puedo gritar. El agua que me rodeaba ya no está y lo poco que queda de ella asciende hacia algún sitio que no alcanzo a ver. Todo está oscuro. Mi piel se humedece y mi interior parece disolverse. Todo dentro de mí está mezclado, conjugado, amasado. Pierdo mis constantes vitales. Si alguna vez las tuve, no encuentro mi cabeza ni mis manos. Sigo sin ver. Hinchado, ahora soy de otro color. A ellos, a los cientos de compañeros que me rodean aquí, les ocurre lo mismo. Gritamos agitados por el miedo. Quietos, juntos, unos sobre otros, escucho a algunos buscar a sus amigos. Ya casi no hay aire y del cielo, oscuro, comienzan a caer gotas de agua. Abrasan. De repente, la luz. Respiramos. Sí. Ya pasaron. Somos otros, los mismos pero mejores. Tenemos sabor, cuerpo, olor y una inmensa capacidad para proporcionar placer si vamos en grupo. Ahora lo entiendo. Éramos algo sin vida dentro de una bolsa transparente y tan solo quince minutos han obrado el milagro. Quince minutos de reposo. Ahora somos mucho más que un puñado de cosas. Ahora somos paella.