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Siempre ha pensado que, viviendo en un pueblo, no le va a pasar nada malo. Aunque salga del trabajo a eso de las diez de la noche y tenga que caminar durante quince minutos por calles pobremente alumbradas, desiertas y silenciosas. Precisamente por eso, se dice, no me ocurrirá nada pues no hay un alma que pueda cruzarse conmigo y, si la hubiera, llevaría tanto o más miedo que yo en el cuerpo.

A pesar de ello, de su exquisita racionalidad, no puede evitar sentir un escalofrío cuando deja a su izquierda la vieja casa donde años atrás sucedían cuatro muertes consecutivas. Sabe que suele haber una luz encendida, aunque no quiere mirar. Sólo desea perder de vista esas rejas altas que visten los muros tras los cuales se parapeta la casa. Y la ventana iluminada. Y la figura que todas las noches observa cómo camina.

No es hasta que se aleja unos cien metros cuando ya puede pensar en otra cosa que no sea esa casa. Recuerda que hace años, al ser adolescente, todo el pueblo lamentó la desaparición de aquella familia. Cuatro miembros hallados sin vida, violentamente asesinados. Los cuatro degollados y, según se supo poco después, en opinión del forense, los ojos aun hablaban. Habían visto al mismo demonio, en el instante de su muerte.

Ya desde entonces, cada vez que se acercaba a la casa, sentía ese hormigueo en la nuca, el corazón acelerar su ritmo, sus piernas tentadas de trabarse, las rodillas flaquear y la ansiedad de saber que algo o alguien observa desde la ventana de la buhardilla. Ahora, años más tarde, cada día, cada vez, sentía un miedo mayor. Pánico, acertó a denominarlo cuando quiso contarlo, en mitad de una reunión familiar.

—¡Oh! Vamos. No puede ser. Ahí no vive nadie desde que aparecieron los cadáveres. Aquello se cerró a cal y canto. Hace poco, fíjate, quiso Asensio reformar la propiedad y convertirla en un hostal. Lo hubiera hecho, de no ser por su muerte. Pobre, cayó fulminado poco después de los sesenta. Pero la idea era buena. Y me consta, porque lo viví, que allí no hay más que cuatro paredes que vieron cómo cuatro desgraciados se quitaban la vida los unos a los otros. Nada más. Lo que pasa es que tú siempre has tenido muchos pájaros en la cabeza.

Lo que ocurre, pensaba para sus adentros, es que tú no tienes que pasar por allí de lunes a viernes, a las diez de la noche. Si lo hicieras, verías cómo me mira. Tal fue el pánico que experimenté anoche mismo, que hasta creí escuchar la voz de la figura, llamándome por mi nombre, invitándome a subir las escaleras, a entrar en uno de esos cuartos. Jamás, ni por todo el oro del mundo, entraría allí.

—Yo he estado dentro —de esta manera irrumpió Mateo en la conversación. A sus ocho años, cumplía con el rol de sobrino introvertido que raramente habla con el resto de la familia. Sí que lo hacía en sueños, como en ocasiones había señalado su madre.

—El niño habla dormido. A veces se levanta. Hace poco más de un mes, nos lo encontramos en la calle. Antonio y yo tenemos el sueño muy profundo y, la verdad, nos entró el pánico cuando escuchamos el timbre a las tres de la mañana. Al abrir, allí estaba, pálido, como si hubiera visto un fantasma, pero dormido. Tanto que no lo recuerda.

Al escuchar al niño, sintió ese escalofrío de nuevo. Sabía que algo no iba bien, pero esperó a que continuara.

—Allí hay cuatro personas y tienen el cuello herido. Sus caras son como las de los muñecos. Tienen los ojos, pero perdidos, descoordinados, muertos. Hablan y se acercan para tocarme. Entonces es cuando salgo corriendo, pero me llaman. Me llaman tanto que, a veces, sé que me levanto de la cama y me voy con ellos. Lo hago porque no me doy cuenta. Porque estoy dormido.

La cena estaba helada. Ningún comensal entre los presentes podría decir que aquello era una reunión familiar como las que llevaban años celebrando. Esta parecía ser distinta. El niño dejó de hablar. Como si hubiera, de repente, recordado algo importante. Pero, ¿por qué el niño?

Por fin, el martes de la semana siguiente, al pasar por la casa, se atrevió a mirarla de frente. No era cierto lo que contaron en la reunión acerca de que allí no había nadie. Cuando giró la cabeza hacia la izquierda, lo vio, observando sus pasos desde la ventana de la buhardilla. Vio al niño, con los ojos en blanco, sonriendo y haciéndole gestos para que entrara.

—Ven. Sube. Estamos todos aquí y sólo faltas tú.

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