—La vida es como mover tierra. Es lo que haces siempre. De un lado para otro ¡Uf! ¡Así es! A veces… ¡Ay! tienes que volver a traerla porque te hace falta. Caes en la cuenta. Te deshiciste de ella demasiado pronto. Otras, en cambio, se la llevan los demás ¡O el aire! El aire… termina por cambiarlo todo de sitio. Hasta los problemas.
Jaime había comenzado a hablar justo en el momento de máximo agotamiento. La azada ya golpeaba con menos ahínco la tierra calcárea (de mala labor; aun así nos empeñamos en trabajarla). Eran esos instantes críticos. Los que traían consigo la extenuación. En esos precisos segundos, acudía la filosofía en auxilio de Jaime.
—Y el aire, ahora que lo pienso, ¡no hace favor alguno! Porque no se lo lleva todo. Algo te deja ¡Siempre! Si cavo un hoyo en este lugar y el sobrante lo traslado al montón aquel —señalaba con el dedo hacia la linde —en menos de un día volveré a tenerlo aquí ¡Hay amarguras que lo quieren a uno más de lo que se tuvo en cuenta a la primera novia! ¡Pero no vuelven para bien! Ya procuran tales desdichas regresar por si las habías olvidado.
Jaime terminó de arreglar el jardín. Le llevó el tiempo convenido, así que apuntó el jornal pactado en su libreta. Le emplacé para la semana siguiente. No me termina de convencer ver aquel montón de tierra tan cerca de casa. Probablemente, le diga que lo cambie de sitio.