El niño continúa encerrado en su cuarto, castigado. Vino esta tarde del colegio con otra mascarilla. Inmediatamente, pensé que había imitado el meme que circuló a finales de agosto por las redes. Me sentí culpable por habérselo enseñado, entre carcajadas. El niño, muy nervioso, nos contó que la había cambiado por la suya y dos bolígrafos de color rojo que portaba en el estuche. Los reconocí enseguida por las capuchas, marcadas por unos dientes que no se correspondían con su patrón de mordida.
Transcurre una media hora hasta que entran en escena los del centro de salud. Lo hacen llamando la atención, enfundados en una especie de trajes de plástico blanco, pavorosamente rematados con guantes y botas gris marengo. El sonido de su respiración es inquietante. Cuando inspeccionan a Miguel, compruebo que él y Sonia se habían intercambiado, además, las gomitas de los brackets. En la última revisión, eran de color azul y ahora el niño luce unas paletas fucsia intenso. Muy enojada, agarro el teléfono para llamar al colegio. Nadie al otro lado. Cerrado hasta la mañana siguiente. Los culpables, ilocalizables.
El resultado de la visita médica: PCR para todos los habitantes de la casa. A Miguel, a su hermanastra de tres años, a mi marido, a mi insoportable suegra, a mi padre impedido y a mí. Confinados un mínimo diez días, a la espera de resultados y nueva prueba. También se llevan, muestras biológicas aparte, el plumier completo, las gomitas de colores, el puente y la mascarilla. La culpa es del protocolo, dicen. Marchan directos al domicilio de Sonia, protagonista de tan temerario intercambio.
El teléfono no para de sonar. Al ver el número entrante, decido no cogerlo. Los padres de Sonia (unos estirados) pretenden culparnos y yo juro para mis adentros que la idea, de mi Miguel, no salió seguro. Fue Sonia, no para de decirnos Miguel llorando, desde el otro lado de la puerta. Levantaremos el castigo antes de la hora de cenar. Yo no puedo más con esta vida, pienso mientras los sollozos de Miguel me desgarran el corazón.
Tocan al timbre. El cotilla del vecino, que ha visto al equipo Covid19 saliendo del portal. Le abro y le cuento una milonga que, por supuesto, no se traga. Intenta olisquear en mi casa, metiendo la cabeza. Mi marido lo echa a voces y estoy a punto de pillarle los dedos al cerrar. Nos ha costado. Al cabo de un momento, vuelve con la presidenta de la escalera y aporrean la puerta. Quieren explicaciones. Han quedado todos confinados a la espera de pruebas, porque se han agotado (culpa de la logística de la que es responsable la Comunidad Autónoma). Vosotros tenéis la culpa, nos gritan. Han dejado un cartel en el ascensor que nos identifica como infectados y responsables primeros del brote en el bloque, ahora aislado del resto del barrio.
Yo no tengo la culpa. Miguel tampoco. Es un niño muy bueno y, a buen seguro, realizó el trueque obligado por el resto de la clase, que lidera Sonia con la tiranía propia de las personas adultas. Hablamos, a principio de curso, con los jefes de estudios para que lo colocaran en otro grupo, pero se negaron argumentando razones de diversidad, concepto verdaderamente responsable de todo lo que nos está pasando desde hace años. Pedagogos culpables. Mi marido, un simplón, no va tan allá. Dice que la culpa es de ese maestro nuevo que han contratado en el colegio, sin experiencia previa. El gobierno, sí, el gobierno es el culpable. Mejor aún, la sociedad. Todos lo somos, excepto nosotros. Nosotros no hemos hecho nada, sino cumplir con nuestra obligación de llevar a Miguel al colegio, que fue lo que nos dijeron.
Ha llamado mi hermano, llorando. Dice que la culpa es suya. Esta mañana quedó encargado de llevar a Miguel al colegio, pasándose, antes, por casa de Sonia para recogerla, pues sus padres, amigos nuestros de toda la vida, debían acudir de madrugada al trabajo (culpable la patronal, culpable el sindicato, culpable el delegado sindical). Por el camino les contó lo bonito que ha sido y que es, en estos tiempos de pandemia, no culpar a nadie y compartir las responsabilidades. Les dijo que no existe nada mejor que ponerse en la piel del otro. El tontorrón de mi hermano. Siempre fue un idealista por culpa de una novia medio hippie que tuvo hace años y que acabó dejándolo por un empresario de éxito. Hipócritas en valores. Culpables. Se lo he recordado antes de despedirnos. Ha quedado en llamar mañana para traernos la comida.
Nos vamos a dormir (si es que podemos, claro). Cuando hemos abierto la puerta de la habitación de Miguel, se había quedado dormido. Pobre, cuántos disgustos se ha llevado hoy. Demasiados para un niño de siete años. Y sin sus gomitas azules, ni su estuche, ni su puente para ensancharle el paladar. Mi marido dice que le tocaba medio giro hoy, antes de irse a la cama. Todo por culpa del equipo médico que los requisó. Lo hemos acurrucado y dado un beso. Sé que no deberíamos acercarnos pero es nuestro hijo y lo queremos mucho. No lograrán que nos culpemos de lo sucedido. Al fin y al cabo, si quieres responder a la pregunta ¿de quién es la culpa? siempre encontrarás a alguien que parezca albergar la respuesta en sus ojos. Eso es precisamente lo que le he susurrado a Miguel, dormido profundamente.
—La culpa nunca es tuya. Los responsables de todo lo malo que te ocurra en la vida, mi amor, son los demás. Buenas noches, cariño.