John llevaba días pensándolo. Había recibido una oferta que le permitiría jubilarse si la aceptaba. John contaba con cincuenta años, de los cuales había cotizado treinta y cuatro. Comenzó descargando camiones para, más tarde, llevar la contabilidad en una oficina. Cambiaría por última vez de trabajo antes de los cuarenta y cinco. Habiendo pasado por banca y alguna que otra empresa de exportación, en la actualidad regentaba una librería con la solera suficiente como para aguantar el tirón hasta los sesenta y cinco. Sin embargo, la idea de retirarse tan joven le atraía. Solamente debía cumplir con su palabra, si es que finalmente terminaba dándola.
Aquella tarde, alguien a quien hacía años no veía, entró en la tienda. Al principio, no lo reconoció y pensó que se trataría de algún curioso, atraído por la fama del negocio. No obstante, creyó ver algo familiar en el extraño y se acercó. Merodeaba por la sección de clásicos norteamericanos.
—Disculpe ¿puedo ayudarle? —exclamó John en un tono suave.
—Supongo que sí —dijo el extraño, levantando la vista de los libros y fijándola en los ojos de John, esperando a ser reconocido. Sonrió al comprobar que así era.
—No nos veíamos desde niños, —espetó el librero dándole la mano al extraño. Los dos hombres sonrieron mientras cada uno de ellos aguardaba el momento oportuno para hablar.
Días más tarde, John cumplió el trato que aquel extraño, inseparable a los doce años de edad, le había propuesto. Escondido tras la escalera del portal, descerrajó dos tiros en la cara a Felipe Loro-Huestes Roca, acabando con su vida de inmediato. Desmontó el silenciador y arrojó el arma al río, después de limpiar las huellas. La hora del crimen, en pleno toque de queda, facilitó la huida y evitó que alguien descubriera el homicidio hasta la mañana siguiente. Tal y como estaba convenido, John recogió los cincuenta mil euros que habían sido depositados en el buzón de la librería, justo a la hora de apertura. Junto a ellos, el código de acceso a la cuenta de pensiones domiciliada en un paraíso fiscal, con dos millones de euros en su haber.
John no volvió a ver jamás a su compañero de orfanato y nadie, en el barrio, supo nunca qué había sido de John y por qué motivo había cerrado la librería. La única pista que podría haber inducido a la policía a conectar a las tres personas de esta historia, se hallaba en un tweet que él mismo había publicado, horas antes del encuentro con el extraño. Aunque, más que una pista, se trataba de un rastro imposible.
«Mi único sueño es la jubilación. No me importa el camino que me libre del despertador. Asesinar, votar a Errejón, disfrutar de Almudena Grandes.»