Todas las noches, después de cenar, recoge la cocina y se prepara una infusión. Lo hace en una vieja tetera que heredó de su abuela. Es una pieza antigua que no está preparada para utilizar los sobrecitos individuales en los que ahora colocan la manzanilla, el poleo o el té. Por eso, no tiene más remedio que acudir, de cuando en cuando, al herbolario para abastecerse a granel. El resultado, sin duda, es mejor.
Mientras espera a que se enfríe, sólo un poco, marca el número. Sabe que no tendrá que esperar más de dos o tres tonos. Siempre está.
—Hola mamá ¿Cómo ha ido el día hoy?
Si lo piensa, llevan casi toda la vida separados. Aunque, en este caso, la distancia no hace mella, sino que une aún en mayor medida. Ahora, en mitad de un confinamiento que nos conduce por toda una colección de sensaciones (angustia, euforia, miedo, hartazgo, enojo), continúan hablando todos los días con la necesidad propia de dos personas que se saben ligadas para siempre.
Son unos minutos en los que da tiempo a contarse la vida en un día, en una palabra o en un sorbo de té. Valen como oro en paño, porque siempre se encuentra un alivio para esa desazón, una calma para las prisas y un sinfín de lugares comunes, construidos sobre los recuerdos de aquellos primeros años. Papá, los hermanos, los hijos, la vida. Y tú, madre.