Amnesia

Mi pelo ha crecido. Mi barriga es más grande. Mi corazón, más pesado. Los músculos parecen no estar en su sitio y, si los obligo a contraerse, se agarran al hueso de una manera que parecen querer quebrarlo. Al menos, los ojos parecen funcionar. Duelen un poco si los giro para mirar alrededor, pero soy capaz de ver. No puedo hablar. No conozco el motivo. Aquí no hay nadie y tampoco podría preguntarlo. Mis manos están hinchadas y amoratadas. No huelo bien. Tengo sueño. Me duermo.

Me atropelló un coche el pasado doce de marzo. Salvé la vida aunque entré en coma hasta ayer, dos de mayo, día en el que desperté. Recuerdo que estaba sola en el mundo entonces, así que no espero visitas ni flores.

Nadie está completamente solo. Es cierto. Yo tenía amigos, algunos de ellos muy buenos. Casi como hermanos. No encuentro mi móvil. No está aquí. Sigue sin haber nadie.

Ahora que vuelvo a despertar, recuerdo el accidente. Acababa de salir del metro. Buscaba la dirección de la habitación que había alquilado. Iba con prisa. Tenía que dejar el equipaje y salir pitando hacia mi nuevo trabajo. Por fin estaba en Londres y no precisamente de vacaciones. Lo había conseguido. Félix. Sí, Félix. Él se alegraría mucho. No llegué a llamarlo, pues quise esperar a estar instalada. Era cierto; nadie está realmente solo.

Ya puedo comer y beber. De momento, dieta blanda. Estoy mejor. Puedo mover las manos y las piernas. He preguntado por el teléfono. No traía ninguno cuando me trasladaron. No puedo recordar el número de Félix. Tal vez me venga a la memoria. Si descanso.

No hay visitas ni flores. No está aquí porque está atrapado en España. Confinado sin noticias mías, sin posibilidad alguna de localizarme. Habrá llamado a la casa donde iba a alojarme. No llegué a presentarme. Ocurriría lo mismo en el trabajo. Me atropellaron antes. ¿Qué pensará? ¿Creerá que estoy muerta? Peor aún ¿pensará que lo olvidé?

Hay partes de mi memoria que se han perdido para siempre. Lo escucho de boca del especialista. En una de esas partes están sus apellidos, su número de móvil, el mío, su correo electrónico, su Facebook, el mío y, con ellos, todas mis contraseñas. No puedo pronunciar el nombre de la empresa que me había contratado. Ignoro en qué vuelo vine y me es imposible recordar la dirección de la habitación que alquilé (tampoco de la anfitriona). Ni siquiera conozco mi nombre. No tienen mis datos. Sin embargo, no dejo de repetir su nombre.

Afortunadamente, él sí recordaba cómo me llamo, cuáles son mis apellidos, mi correo electrónico, mis apodos en las redes sociales, mis manías, mi canción favorita. Sabía, incluso, que coloqué como respuesta de seguridad que lo quería demasiado para lo que merecía. Rescató mi vida, mis datos y logró dar conmigo. Me lo trajo esta mañana Etta, metido dentro de un iPad. Me dijo que ya sólo faltaban unos días para que lo dejaran venir a verme. Poniendo cara de tonto, me dijo que «vendría volando» (recordaba, también, cómo hacerme reír). Estaba guapo. Bueno, es que es guapo. Mucho. De eso sí que me acordaba.