Dónde, cuándo y cómo

Felipe recicla cualquier cosa. Le vino de repente. Sin más, un día cualquiera comenzó a clasificarlo todo. Debajo del fregadero, plásticos de tres tipos. Tras la puerta, los bricks. Vidrios y cartón ondulado, en el cuarto de la plancha. Orgánicos, en el patio, para el compost. Papeles, en el sexto cajón del sinfonier. Electrónica, fusibles y cables, junto al mueble de la caldera. Cerámicas y textil, al trastero. El aceite usado, para la vecina, que hace jabón. Felipe llega al punto de reciclar amores viejos. Esta noche tiene una cita con Francis, que fue, antaño, su segunda novia. La relación había acabado algo deteriorada, pero Felipe pensó que aún podía aprovecharse algo. Se encontraron en una feria del libro usado, tras quince años sin verse. Allí entablaron conversación, pues el rencor había terminado por sucumbir al paso del tiempo. Coincidían en los géneros, incluso en los autores. Felipe acabó comprando un ejemplar de La conjura de los necios y Francis consintió en tomarse un café con él, al paso que recordaban cuándo leyeron por primera vez aquella obra maestra. Reciclado el odio de la ruptura, cada uno marchó a casa con una buena sensación. No sospechaban que volverían a verse en la feria del mueble reciclado. Y justamente en la sección de aparadores, con el encanto que tienen los aparadores. Francis se lanzó y de aquel café pasaron a la cita de esta noche, donde el protagonista será el vino. Felipe ha pensado en un caldo tinto, con cuerpo y matices en nariz que recuerdan a vainillas recuperadas. De primero, un pescado indecentemente fresco, acompañado de una mixtura de verduras que casi expiraba en el cajón de la nevera, junto a los tomates. Como principal, dos muslos deshuesados que quedaron en suspenso tras el fracaso del arroz de la semana pasada y, de postre, helado casero de turrón, que ya se hacía duro en la vitrina, desde Navidad. El centro de mesa lo ha conseguido Felipe de su amigo Juan, el de la funeraria. Las velas, recortadas a su altura justa, de los cirios de la misa de la abuela Paca del pasado mes de febrero. El café, colado y caliente y los besos, los besos de los de antes, como Dios manda, tan inocentes y dulces como el primero que se dieron hace quince años y tan lujuriosos y desatados como esos que se dan cuando ya se sabe dónde, cómo y cuándo se tienen que dar.

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