Tantas son las moscas que tengo en casa que esta tarde he comenzado a ponerles nombre. A una que no se moría, por más que la rociara con un insecticida afrutado e inservible, la he llamado «Maverick» por recordarme con sus loops y giros a aquel joven y atrevido teniente que competía con «Iceman» a lomos de sendos F14 Tomcat; ya saben, «Top Gun».
El caso es que Maverick se me ha echado una amiga y no precisamente rubia. Es del género moscardón negruzco que más pareciera un avión nodriza que otra cosa. He convenido en llamarla «La estrella de la muerte». Vuelan con un ansia desmedida, sin cabeza, sin razón. Andan las dos por aquí, revisando lo que escribo y contentas porque ahora en el salón huele a limón y al único que le pican los ojos es a un servidor. Ellas a lo suyo.
No hay remedio. Es lo que tiene la vendimia, que alarga el verano buscando a un tal Miguel que echó a correr a mediados de agosto huyendo de los calores playeros y que ahora asoma entre las cepas, apremiando a cuberos y vendimiadores, tostando el verde de los remolques y aterronando la tierra, como preparándola para lo que viene, llámese invierno, llámese frío, llámese el fin de las moscas.