Esta tarde ha caído un rayo y ha acabado con el árbol del abuelo. Entró por una rendija que había en el tronco, la misma en la que solíamos esconder tesoros de pequeños. La salida ha tenido lugar casi a la altura de las raíces y ha sido tan espantosa que el árbol ha caído enseguida. Estábamos viendo llover por la ventana cuando ha ocurrido todo.
Juan ha venido esta mañana para hacer leña del árbol caído. Con su motosierra y su pericia, sólo le ha llevado una mañana despedazar el viejo árbol. Aún olía a quemado, a pesar de haber transcurrido unas cuantas horas desde que finalizara la tormenta. El trabajo lo ha hecho de mala gana, pues dice Juan que a los árboles mirados por un rayo no se les hace trozos. La pela es la pela, Juan y, si no lo haces, otro vendrá y te quedarás sin jornal.
No ha tenido más remedio y se ha afanado el hombre. En uno de los arreones, se le ha atascado la cadena y ha tenido que parar. Sucedía justo al serrar el hueco aquel en el que escondíamos los tesoros.
—¿Qué pasa, Juan? ¿Necesita usted algo? —le pregunta mi hermana, preocupada por el hombre, que forcejea sin aparente éxito frente al tronco muerto.
—No lo sé, señora. Estas máquinas, aunque modernas, a veces se encabezonan y cuesta sacarlas del corte, —maldice Juan, sin dejar de intentarlo.
—Bueno, no se apure. Si necesita usted algo, viene mi hermano y le echa una mano.
Asisto a la conversación desde la ventana. Quiero salir y decirle a Mercedes que evite alargar la charla, pero no me atrevo. Creo conocer el motivo por el cual a Juan no le funciona la máquina. Mercedes era tan pequeña que, probablemente, lo ha olvidado. Juan vuelve a arrancar la motosierra y, de un giro, logra liberar la cadena. El olor que se desprende no es propio de la madera quemada.
Al terminar el corte, el tronco, partido en dos, deja ver el contenido del hueco, liberando el tesoro. Una calavera, seccionada por la cadena de la motosierra, cae al suelo. Juan se detiene y mira hacia la casa. Casi acierta a verme observándolo. Justo a tiempo, me escondo tras las cortinas. La máquina sigue arrancada, funcionando a ralentí. Supongo que Juan apenas encuentra fuerzas para acelerarla. Finalmente, termina calándose. Allí, en pie, aquel hombre debe estar preguntándose qué hacer. De alguna manera sabe que Mercedes y yo, ahora, sabemos lo que ha descubierto.
—Juan, si desea marcharse y volver mañana… —le digo, condescendientemente.
El hombre no reacciona. Me mira e, incapaz de hablar, esquiva mi figura, mi voz. Tal vez haya reparado en la escopeta que porto en mi brazo derecho. Agacha la cabeza y hace ademán de recoger. No obstante, advierto que no quita ojo a la calavera. Reconoce la muesca del cráneo. Fue él mismo quien, siendo un crío, la provocó de una pedrada. El abuelo y Juan, tan amigos en la infancia. Ahora él ha dividido ese cráneo en dos partes, aunque aún puede verse el orificio de bala que acabó con su vida.
Mercedes me ha recordado lo fácil que resulta practicar otro agujero en el tronco del viejo olmo, el que está al final de la finca. Ha resultado ideal para esconder la calavera de Juan, prácticamente igual a la del abuelo. Es curioso cómo pueden parecerse tanto unos huesos y albergar, sin embargo, personalidades tan distintas. Juan era un buen hombre, aunque tuvo la mala suerte de serrar en el lugar equivocado. El abuelo, una mala persona a la que hubo que eliminar. Éramos unos niños, pero hicimos un buen trabajo, hasta que el rayo de anoche nos volvió a poner en un aprieto.