Las cuentas bien hechas

Los del piso de arriba se han comprado una piscina hinchable. ¡Claro, como tienen un ático! La han colocado en la terraza y la han llenado de agua. Terminando estaban, cuando ha cedido la estructura. Yo estaba echado a la siesta y me han llevado por delante. Ahora, que han conseguido sacarme bajo los escombros, me lloran mis familiares. Total, para quitarme el polvo, maquillarme y volverme a enterrar.

Viene conmigo el lumbreras del vecino. También con los pies por delante, pero en la otra sala del velatorio. Las han tenido que aislar por miedo a que las familias discutieran. Eso sería poco. Mi hermano se ha encarado con el hijo. Le ha llamado inútil, porque está en cuarto de arquitectura y fue él el que compró la piscina.

—¡Que sí que aguanta, papá! Si esto no pesa nada. Verás qué bien lo vamos a pasar. No vamos a notar la nueva normalidad.

Claro que el padre debió poner en cuarentena aquellas palabras. Sobre todo después de que cuarto de arquitectura le hubiera costado veinte años de segundas y terceras matrículas. Si ya lo sabía él. Que Juanito sólo domina la bandurria y el laúd. Para eso es el tuno más viejo de la facultad. En fin, salas distantes. Casi se matan y muertos, lo que se dice muertos, ya estábamos los dos.

Lo cierto es que, cuando fueron con el cuento de que Juan padre y un servidor habíamos fallecido por el derrumbe de la estructura, motivado por la instalación de una piscina en la terraza del ático, muchos se extrañaron. Preguntaban al otro lado del teléfono.

—¿Tanto pesa el agua? ¡Jolín! Si es una piscinilla inflable de dos metros de diámetro y medio de altura ¡A ver si ha sido otra cosa!

—¡Que no! Que ha sido eso. Que el hijo del vecino, Juanito (48 años), que está terminando arquitectura, no para de llorar diciendo que se había equivocado al despejar una equis ¡Pobre!

Pobre, dicen. Pobres los padres que no hicieron caso a los profesores del instituto de bachillerato donde estudió Juanito. Mira que hasta lo escribieron en un informe, porque en aquel tiempo comenzaba su andadura la LOGSE y todo era una maravilla en educación. Pero esas palabras raras que poblaban aquel documento no se entendían, así que mandaron al niño a Madrid. A ser arquitecto (y tuno).

Toda esta incredulidad se extendía hasta la sala, estando yo de cuerpo presente. Y hubo incluso quien aún negaba la mayor, argumentando fallas graves en la construcción del edificio ¡Ensoñaciones!

En esto estábamos todos, cuando llegó Luisa, mi prima. Siempre atareada, cumplió con mi mujer, mi hermano, mis dos hijas y se marchó. Llevaba prisa, pues venía de hacer la compra mensual y debía descargarla cuanto antes.

—Alfredo, que necesita el coche para irse al fútbol. Ya sabes cómo es. Aunque no lo dejen entrar, él se va a las puertas del estadio. Mira, ya me está llamando. Me voy. Lo siento mucho, primica. Sé fuerte —le dijo, dándole un abrazo muy sentido.

Y allí nos quedamos, mirando a Luisa marcharse y queriendo irnos todos con ella (yo el primero). Menos mal que no lo hicieron. Mi prima llegó a casa. Aparcó. Abrió el portón del coche y comenzó a subir al piso las cuarenta garrafas de agua que había comprado para todo el mes. A ocho litros cada una, Luisa subió trescientos veinte litros de agua a un segundo sin ascensor. Las fue dejando en el rellano, para que Alfredo (con unas prisas desesperadas) las fuera colocando en la despensa. Llegaba ya tarde al partido, así que las apiló todas en un par de baldosas. Cuando colocó la última, terminó de hacer de cabeza la operación que le había rondado durante toda la tarde.

—¿Cuántas garrafas de agua caben en una piscinilla de esas de dos metros de diámetro y medio de alto? A ver, a ver… ¡Ya está! Unas ciento ochenta.

Lo dijo en voz alta para que Luisa lo pudiera escuchar, cosa que ésta hizo para, justamente después, preguntar a Alfredo de vuelta.

—¿Y por metro cuadrado?

Aquí tenemos a mi prima Luisa ahora. Velando a Alfredo. Lo acaban de traer, recién arreglado. Tiene mejor cara que yo, aunque hemos tenido el mismo final. En fin. El agua pesa lo suyo, en garrafa o en piscina. Eso ya da igual. Lo que no da igual es irse de este mundo por no saber hacer una cuenta, tengas o no tengas calor, tengas o no tengas prisa, seas o no seas la vieja gloria de la facultad.

¡Haced las cuentas antes, leche!