Agustín esta escribiendo una carta de amor. Hay un concurso y lo quiere ganar. Lo voy a ganar, se repite una y otra vez, mientras camina del trabajo a casa. Escogiendo la ensalada en el lineal del súper, se dice a sí mismo que va a ganar, que él tiene amor de sobra, tanto que a Susana le bastó con ser su pareja quince minutos. Así lo titulará, quince minutos. Fueron dos los necesarios para presentarse y desearse. Tres, los que duró aquel beso eterno, siete emplearon en conocerse y presentar a la familia. Ya van doce y quedan tres. El primero de ellos había comenzado con un te quiero y terminaría con un reproche. El segundo fue un silencio. El tercero, y último, lo dedicaron a devolverse los regalos. Agustín salió ganando. Se llevó la contraseña de la cuenta de Instagram que habían creado en el minuto 3:45. Susana no se quedó con nada. Ejerció su derecho a la privacidad y eliminó aquellas rimas estúpidas que, llevada por la pasión, escribió sin pudor alguno. A Agustín no le gustaría nada aquello. Pensaba usar el recurso de la trucha y el trucho como piedra angular de su relato ganador. Ahora, sin ideas, Agustín mantiene ese optimismo propio de imbéciles, estéril, porque no tiene futuro, inútil, porque carece de presente. Esa clase de optimismo que requiere de una recua de palmeros en los que apoyarte y legitimar tus absurdas pretensiones. Susana tiene nuevo novio. No se escriben cartas ni se hacen regalos, pero se quieren, joder. Agustín ha terminado su carta. Se ha quedado el último en el concurso. Los palmeros no tenían Instagram y no pudieron votar. Tampoco había mucho nivel. Ganó el de la patata frita, palpita que te palpita. El corazón, claro.