—¡Jose! Están aquí los padres de Alfredito Masquecosas. Quieren hablar contigo. Los he pasado a la sala de visitas.
Asentí con la cabeza, dejé lo que estaba haciendo y me dirigí hacia la habitación. Dentro, dos señores de buen ver aguardaban a intercambiar impresiones conmigo.
—¡Buenos días! —dije mientras tomaba asiento y ofrecía mi mano para saludarles. Continué, dirigiéndome a los dos.
—Soy Gronjo Pelllizco, profesor y tutor de su hijo Alfredito (aunque eso ya lo saben) —sonreí estúpidamente al tiempo que apoyaba mis manos sobre la mesa, entrelazando los dedos. —Ustedes dirán…
El señor que tenía peor semblante comenzó a hablar, tras mirar al otro señor, de gesto más complaciente.
—Pues mire. Hemos venido a hablar con usted porque nos preocupa, sinceramente, el nivel de suspensos de nuestro Alfredito.
Traté de hacer memoria. Alfredito Masquecosas, sí. No me había equivocado. Era justamente quien tenía en mente. No obstante, abrí el cuaderno de tutoría y lo verifiqué. Estaba confuso, así que pregunté.
—Discúlpenme, pero no entiendo muy bien lo que me trasladan. Su hijo Alfredito no tiene ningún suspenso, ni ahora ni en el trimestre pasado. Es un niño absolutamente normal.
Me pareció que el señor más enfadado iba a perder la paciencia. Tenía los puños tan apretados que podía apreciarse la ausencia de riego sanguíneo en algunas partes de los mismos. Afortunadamente, el otro señor, más calmado, alargó su brazo para tranquilizarlo. Lo miró y susurró algo. Su voz era menos bronca.
—Exactamente eso queremos decir. En realidad, estamos aquí porque pensamos que Alfredito debería suspender, si no todas, la mayoría de asignaturas.
—Pero… —balbuceé (en mis veinte años de tutor, jamás había visto nada igual) —eso no es posible. La ley prohíbe el suspenso, como ustedes saben. Únicamente, en casos muy excepcionales, cabría hablar de traslado de centro, pero el expediente académico es sagrado. ¡Alfredito es de diez!
Me hallaba realmente exaltado. Con los dedos extendidos, comencé a enumerar los logros de Alfredito:
—Atiéndanme ustedes: su hijo no participa en clase (a menos que sea para insultar), no muestra interés, exige el cumplimiento de todos sus derechos a rajatabla, incumple todas sus obligaciones, jamás se ha hecho responsable de sus actos, lee a trompicones, no quiere hacer los deberes y mucho menos es capaz de resolver un problema matemático sencillo o de recordar alguna palabra pronunciada en los últimos veinte segundos. Es más, —les dije, impostando la voz, —Alfredito acabará el bachillerato, muy probablemente, con matrícula de honor.
—Pues eso, —prosiguió uno de los padres —como progenitores, es precisamente lo que queremos evitar y por ello no estamos de acuerdo. Nos gustaría que Alfredito supiera qué es la vida, la auténtica vida.
Inspiré lentamente y espiré, profundamente aliviado. ¡No se trataba del expediente! Eché el cuerpo para atrás y, ya relajado, les dije:
—Lamento el malentendido, señores. Lo que ustedes demandan no forma parte de nuestro cometido. Sin ánimo de contrariarles —esto lo dije mirando de reojo al señor de mala cara —aquí enseñamos una vida distinta a la que existe fuera. Si ustedes quieren que Alfredito sea una persona que afronte sus responsabilidades, se han equivocado de época. Ese trabajo deberán hacerlo ustedes.
Aquellos dos señores se miraron y comenzaron a reírse a carcajadas. El señor que mantenía los puños apretados se dirigió hacia mí con las manos abiertas:
—El malentendido es suyo. Como sabe, Alfredito está, ya, en segundo de bachillerato y, en unos meses, saldrá al mundo real, por lo que a nosotros nos gustaría que repitiese algún año más y así evitar la depresión y la ansiedad que va a sufrir de manera inexorable si sale ahí afuera sin haberse enfrentado al fracaso jamás. Al fin y al cabo, mire usted, es nuestro hijo y no queremos que le pase nada malo. Bastante ha sufrido ya el pobre, aunque no lo sepa.