Sentado en una silla de pala, Marcos espera a que lo llamen. Aún no sabe cómo va a explicar lo del dni ni cómo va a poder justificar que el resguardo que le dieron en comisaría se lavó con los pantalones de pinzas que tanto le gustaban a su madre. Tal fue el disgusto que se llevó al sacar la tira de papel empapada, con la tinta corrida, que ya no se los ha vuelto a poner. Y en esas cosas está cuando lo nombran y, balbuceando, se dirige hacia el señor con bigote que lo mira con tanta pulcritud. Este no me va a dar ni una oportunidad, se dice a sí mismo mientras sus labios comienzan a soltar ese mire usted yo es que quería decirle que el dni lo tenía pero el caso es que el resguardo lo dejé en el bolsillo del pantalón que mi madre me había arreglado el mismo día y con la ilusión de volver a estrenarlos me los puse y al día siguiente los metí en la lavadora y mire al final lo que le traigo.
La cara del señor con bigote se iluminó. Por fin alguien, ese desgraciado sudoroso e inseguro, le había alegrado el día. Con la satisfacción de quien experimenta el orgasmo de su vida, aquel señor se despachó a gusto con Marcos, lo expulsó de la sala tras dejarlo en ridículo delante del resto de aspirantes y apuntó el número del dni que acreditaba el resguardo que le había mostrado, con el fin de incluirlo en su lista negra, a perpetuidad. Aquel señor con bigote, Ignacio, infló su pecho como palomo en palomar y meneó el tremendo montón de llaves que le alzaba con el título de amo del calabozo, de dudoso honor y menor gloria en aquel servicio vespertino de selección de candidatos a podar esquinas que tantos puestos de trabajo estaba creando en estos últimos tiempos de crisis. Ignacio sacó brillo a su chapa identificativa y terminó de oler el miedo de los aspirantes que aguardaban su turno en sus sillas de pala, para diestros éstas, como Dios manda. Cagaditos de miedo.