Tardó lo suyo, pero la humanidad, finalmente, llegó a Marte. Miles de naves, cargadas de vidas y nuevas esperanzas, surcaban el vacío que separaba los dos planetas a través de rutas, cada vez, más rápidas e indoloras. Los primeros habitantes consiguieron afianzar la vida en su superficie y, en poco tiempo, lograron una atmósfera respirable. Todo se aceleró entonces y, poco a poco, la Tierra comenzó a despoblarse. Las grandes ciudades se convirtieron en lanzaderas de almas que dejaban atrás una jaula de cristal y acero que nunca consiguió hacerlas plenamente felices.
Sólo unos cuantos se declararon en rebeldía y jamás subieron a uno de aquellos cohetes que, para ellos, únicamente vendían humo. Curiosamente, ninguno había vivido jamás en las ciudades. Los que decidieron no viajar habían nacido, crecido y permanecido en los pueblos.
—No pensamos marcharnos, —decían, orgullosos, mientras alzaban la vista al cielo, sin querer encontrar aquel punto rojo.
La vida en Marte, ahora y por lo que cuentan los archivos digitales, se parece mucho a lo que fue habitar una ciudad terrícola. Hay prisas, estrés, perversos incentivos laborales, celos, ansiedad y depresión. El amor, sin embargo, ha perdido muchos enteros, tal vez porque no hay noches de luna llena y porque Fobos y Deimos parecen más bien dos pedradas mal dadas en un cielo que está demasiado oscuro. Los humanos, a pesar de todo, siguen soñando y, en cuanto cogen dos semanas de vacaciones, hacen las maletas y se vuelven al pueblo.