El suelo está repleto de cadáveres. La muerte debió suceder en altura, pues apenas podíamos reconocerlos. Completamente destrozados por el impacto tras la caída al vacío, formaban una alfombra maloliente y putrefacta, casi insoportable. Mi compañero me esperó en el umbral, sin querer asomarse por no llevar máscara. Yo traté de atravesar aquello. En el camino, pude recoger algunos objetos personales que devolver a las familias. Por un momento creí escuchar un lamento, pero solo eran chasquidos producidos por aquella nube de gas tóxico. Apenas unas horas antes, disfrutábamos todos bebiendo, celebrando nuestra venida al mundo, expectantes por esa primera vez. Ahora solo quedamos mi compañero y yo. Esta mañana no salimos por culpa de un problema en las alas. Algo genético, sentenció Madre. Con taras, en mis propias palabras. Nos sentíamos desgraciados por ello. Condenados a una vida en el suelo, viviendo de aquello que los demás no desean. Los demás están muertos. Esparcidos entre esta niebla de gas que terminó con sus vidas en su primer vuelo. Han caído cincuenta y tres, le digo a mi lisiado compañero, mientras salimos de allí. Arrojo la máscara al suelo. Todos y cada uno de ellos. Abrazados, buscamos la forma de volver al nido. No regresaremos a este lugar jamás. Somos dos moscas sin alas, con toda una vida por delante. A partir de ahora, evitaremos aquellos lugares tóxicos en los que el 96,37 por ciento de nosotros dejó de existir.