Érase una vez, Tiempo. Al contrario de lo que le sucedía al resto, Tiempo había trabajado desde que nació. No tuvo infancia ni fue al colegio. Es más, ni siquiera había sido necesaria una instrucción básica para que se desenvolviera por el mundo. Abrió sus pulmones por primera vez y echó a andar y, desde ese mismo instante, tuvo que atender a los deseos de los demás. Se sintió abrigado con los consejos de aquellos que ya llevan años por aquí, cuando les decían a sus seres más queridos e inexpertos que el tiempo lo cura todo, que el tiempo dirá. En esos casos, Tiempo, era una especie de bálsamo. Sin embargo, en otras muchas ocasiones, se sintió desdichado. Y era cuando dudaba entre correr, instigado por algunos, o ir más despacio, complaciendo así a otros. Todas aquellas voces le confundían y él, que siempre había sido constante y había impuesto un ritmo natural, seguía avanzando a pesar de los gritos y los desmanes.
Finalmente, Tiempo, un día, se cansó y decidió parar. Con sus manos, excavó un agujero y se metió dentro. Cerró los ojos y cerró también sus pulmones. Sus pies dejaron de moverse. Y con ellos, se paralizaron los proyectos de la gente, sus sueños y sus corazones. Una parte del mundo vivió noches eternas y se olvidó del sol. La otra, dejó de dormir y también de soñar. Aquel mundo dejó de ser uno mientras Tiempo estaba triste y cansado. Entre el día y la noche se instauró una frontera infranqueable, donde no había nada. Tiempo se convirtió en el único en el mundo que podía revertir esta situación pero, ni él mismo sabía cuándo dejar de descansar y, mucho menos aún, si algún día dejaría de hacerlo.