No he tenido más remedio que ir al zapatero esta mañana. Mi bolso favorito se quedaba sin cremallera en algún momento de la madrugada del sábado. Y como le tengo cariño, pues con él he vivido momentos buenos y malos, hoy lunes bien temprano me plantaba en la puerta del zapatero. Daniel lleva toda la vida arreglando el cuero y la piel que los demás usamos para guardar y llevar de un lado a otro nuestras pertenencias. Estaba cerrado, así que decidí esperar. Pensé en acercarme al súper, comprar y hacer tiempo, pero recordé que Juan estaría de turno de mañana. Pasados diez minutos, vi a Daniel llegar. Me saludó de una manera extraña, sin perder de vista mi bolso. Sacó las llaves y abrió el taller. Encendió las luces y se colocó detrás del mostrador. Justo en el momento en el que iba a hablarle, me dijo:
-Ya no arreglo bolsos. Ni zapatos. Ni pongo cremalleras, ni hago agujeros a los cinturones. Ya no me dedico a nada de eso.
Me quedé sorprendida. Allí estaba Daniel, con las manos sobre el mostrador, mirándome completamente satisfecho, sonriéndome y esperando a que me marchara o a que dijera algo. No lo sé. Por un momento, no supe qué decir. Por fin:
-No tenía ni idea, Daniel. El bolso se me rompió y pensé que podrías arreglármelo, sin más. No sabía que ibas a cerrar el negocio.
-No lo voy a cerrar -dijo sosteniendo el bolso con sus manos, girándolo, mirándolo por dentro. Continuó: -de hecho, vengo todas las mañanas. Pero ya no hago nada. Me quedo aquí sentado y cuando alguien, como tú, entra, le comunico que no hago arreglos. Cuando me dan las dos, cierro y me voy a casa.
Aquella situación era completamente ridícula. No sabía si aquel hombre se estaba riendo de mí o si, sencillamente, se le había ido la cabeza. Estaba a punto de irme cuando entró una señora.
-Buenos días -dijo, levantando una bolsa de plástico con algo en su interior. -Quisiera dejarle estos zapatos para ponerle unas tapas nuevas.
-Sin problema, señora -respondió Daniel examinando el par de zapatos de fiesta negros que la señora había sacado de una manida bolsa de El Corte Inglés. -Venga usted mañana, que se los tendré listos.
-Bueno, yo me voy. Buenos días -dije entre enfadada y ridiculizada, dando media vuelta y acelerando el paso hacia la puerta.
-Espere -vociferó Daniel desde el mostrador, sosteniendo un bolso en la mano. -Se olvida usted el bolso.
Aquel no era mi bolso. Me llevé las manos al cuerpo para asegurarme de que no lo llevaba colgado. Tampoco estaba sobre el mostrador. -Perdona, Daniel, pero ese no es mi bolso y no lo veo. ¿Dónde está?
-Aquí. Lo estoy sosteniendo con mi mano. ¿No lo ve? Este es el bolso que me ha traído y que no le voy a arreglar.
Me puse furiosa y grité: -Mira Daniel, no sé de qué va esto, pero no me gusta. Déme mi bolso inmediatamente.
Daniel miró a la señora de los zapatos y le preguntó: -Señora, ¿ha visto usted algún bolso en este mostrador que no sea este?
Fue entonces cuando me percaté de que mi bolso estaba colgado del hombro de la señora y que ésta introducía en él la nota de los zapatos y lo intentaba cerrar, sin éxito, con la cremallera. La señora, sin contestar, se dirigió hacia la puerta, así que me coloqué entre ella y la salida. Miré el bolso. Sin duda, era el mío, pues reconocí un pequeño arañazo en uno de sus costados. Arañazo que yo misma le había hecho el día en el que lo compré.
-Señora, devuélvame usted el bolso -le dije a punto de perder los nervios.
La señora comenzó a gritarme, agarrando el bolso con las manos, mientras yo se lo intentaba quitar. Daniel me cogió por detrás y me apartó de ella, al tiempo que me levantaba del suelo. Comencé a dar patadas al aire y a gritar. Mientras, la señora salía por la puerta y huía corriendo con mi bolso. Intenté zafarme de Daniel, pero sólo pude soltarme cuando él lo decidió. De hecho, no lo recuerdo muy bien, pero creo que me lanzó hacia el mostrador, golpeándome con él en la cabeza. Aturdida, me levanté y miré hacia la puerta. Daniel había salido a la calle y estaba bajando la persiana. Instantes después, estaba encerrada en el taller, sola, a oscuras, gritando y pidiendo ayuda. Nadie parece escucharme.
No hay ningún teléfono en el taller. De hecho, no hay nada excepto el otro bolso y los zapatos viejos que trajo la señora. Mi móvil se lo había llevado la señora, junto con la cartera. Estoy asustada, cansada de gritar. Estoy muerta de miedo. Muerta de frío.
He pasado la noche aquí. El taller de Daniel está en una vieja galería comercial en la que solamente hay negocios cerrados. Casi nadie, por no decir, nadie, pasa ya por aquí y el ruido de las obras de canalización del gas ahoga mis gritos de auxilio. Solo me queda esperar a que venga Daniel, luchar con él y escapar.
A las diez en punto de la mañana, Daniel abre la puerta del taller. Antes de ello, ha estado mirando a través del cristal, intentando ver dónde estoy. Finalmente, ha pasado dentro. Sé que sabe que estoy escondida detrás del mostrador. Sin embargo, se sorprende al encontrar mis zapatos alineados en el suelo, al pie del mismo. Justo en el momento en el que se agacha a por ellos, salto sobre él, hundiendo uno de los tacones de la señora en su cuello. Daniel muere en apenas unos segundos.
Han registrado el piso de Daniel. Llevaba años siguiéndome, fotografiándome, averiguando dónde voy, con quien voy, a quien veo, con quien me acuesto, cómo me visto o qué línea uso para ir y venir del trabajo. El sábado pasado estuvo en «Cicuta», casi pegado a mí y no me di ni cuenta. Me fotografió en los brazos de Juan y, probablemente, aprovechó el momento para estropear el bolso. Juan está desaparecido. No acudió al trabajo el lunes y no responde al teléfono. En cuanto al mío, está desconectado y la última señal se captó cerca del taller. De la mujer no se sabe nada ni han encontrado más ADN en sus zapatos que el mío y el de Daniel. El bolso apareció en el registro de su casa. Estaba arreglado y dentro de él, se hallaba mi cartera intacta. Me han dicho que esté tranquila, que todo se ha terminado. Yo, por si acaso, he tirado el bolso al contenedor de ropa usada. Me da igual que ya tenga cremallera nueva.