Iguales (o no)

Llegué a casa exhausto. Cerré la puerta tras de mí, aún cargado con las bolsas de la compra. Mi mujer salió corriendo al recibidor.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás así? —me gritó, asustada.

No era para menos. Si a mi lamentable aspecto, se añade una carrera de 800 metros, cargado con el agua, el aceite, la leche y las cervezas, cualquiera se hubiera sorprendido al verme.

—¡Tranquila! ¡Es que vengo corriendo con la compra desde el súper! —pude decirle con la voz entrecortada, intentando calmar la respiración.

Las manos, las piernas, todo me temblaba. Lo cierto es que me hallaba al borde del colapso.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué vienes corriendo? ¿Es que eres tonto?

Mi mujer estaba cada vez más nerviosa. Yo no conseguía calmarla y el niño había comenzado a llorar porque la hermana le estaba pegando. Se oían cosas caer al suelo en el salón. No quise entrar. Avancé hacia la cocina y me senté. Las bolsas se quedaron en la puerta. Recuperé el aliento.

—Pues nada. Que salía de comprar y un par de reporteros me bloquean el paso colocándose delante de mí y me dicen que me quieren hacer unas preguntas, que vamos a entrar en directo. Y yo les digo que de eso nada, que yo me voy a mi casa.

Mi mujer no se calma. Va a estallar de un momento a otro.

—¡Tranquilo! ¡Respira! ¡Francisco José! ¡No le pegues a tu hermana!

—Si ya estoy tranquilo, cariño. Pero tú no sabes cómo se han puesto. Que yo debía cumplir con mi obligación de ciudadano responsable. Y que, por tanto, tenía que dar mi opinión sobre el confinamiento, los niños en las farmacias, el precio de las mascarillas, la curva, la de-escalada, el aprobado general, los aplausos, los ERTE, la inmunidad de grupo, el ingreso mínimo vital, el capitán a posteriori, las sirenas de la policía en los cumpleaños de los niños, los bulos, el nos va la vida en ello, la gente saliendo a correr, los coronabonos, los holandeses, la culpa es de los inmigrantes, esto es una gripecita y el resistiré.

—¿Y qué les has dicho? —volvió a gritarme completamente enfurecida, mientras me zarandeaba.

—¡Pues, cariño, lo que habíamos hablado!

Al escuchar esto, mi mujer respiró aliviada llevándose la mano al pecho. Noté su aprobación. No obstante, quise dejarlo claro. Así que continué:

—Que yo soy una persona cabal y que, por lo tanto, no puedo pronunciarme sobre esos temas. Para eso ya están los que nos torturan, día sí, día también con sus frases vacías, sus absurdas recomendaciones, sus balones en las azoteas de otros, sus ansias de poder y sus ridículos discursos. Que les pregunten a ellos. Abundan. Están repartidos por todos los países y vienen a decir todos lo mismo. Nada útil.

—Vale Juan. Ya pasó. No te alteres ahora tú —me susurraba mi mujer al mismo tiempo que me abrazaba.

Lo que no le conté fue que, durante la carrera a pie, la reportera tropezó y cayó al suelo, mientras lanzaba improperios contra mí (llegué a escuchar «ciudadano insolidario»). Su cámara no pudo esquivarla y la arrolló. Los dos terminaron en la calzada y fueron atropellados por un camión que salía del parking del súper, tras descargar mercancía. Murieron en el acto.

Y todo por ser cabal. Si hubiera dicho cualquier tontería como las que oímos a diario, seguirían vivos. Nunca acierta uno (como los de la tele). Si al final, vamos a ser iguales (o no).