Desde muy pequeño, gustaba de leer al revés. Ya fuera su madre o su padre, siempre tiraban de él al ir de un lado a otro. Tenía esa manía de pararse en mitad de la calle para cantar con voz alta y clara los nombres que leía, continuamente del revés. Tan intensa llegó a ser aquella costumbre que lo llevarían al psicólogo, al logopeda y hasta al otorrinolaringólogo. Así sucedieron las cosas y hay que decir que ningún especialista pudo resolver lo que para sus padres y toda la comunidad educativa era un problema. A fín de cuentas ¿quién querría un niño que todo lo leía al revés?
Sin embargo, con el tiempo, los temores de sus padres irían desvaneciéndose. El niño obtenía, año tras año, excelentes calificaciones académicas. Durante los primeros cursos, el cuerpo docente lo achacó al ritmo natural de aprendizaje. Otras veces, a la suerte y, al fin, a que poseía una extraordinaria habilidad para copiar, porque era absolutamente imposible que alguien que leyera todo al revés pudiera escribir de tal forma. El niño, no obstante, únicamente contaba las cosas al revés de cómo las escuchaba.
Con todo, jamás figuró en su expediente notas mayores al siete y, aunque sus padres sabían que era injusto, hicieron la vista gorda, que bastantes líos tenía ya su hijo como para pleitear con la mismísima institución educativa.
El día de su graduación todos leyeron un breve discurso. El suyo, destinado a ser el penúltimo, fue leído en segundo lugar. Se tituló «Acá o allá» y, aunque breve, ninguno de los asistentes pudo alguna vez afirmar si fue leído del derecho o del revés.