jota y las anomalías

J. dejó su trabajo y su vida para emprender viaje con el objetivo de dar la vuelta al mundo. Lo haría caminando sin rumbo fijo, sin recursos y sin posibilidad alguna de comunicarse con nosotros, que hasta el momento habíamos sido su único apoyo.

J. regresó a los seis años, algo cambiado. No podía hablar, apenas veía y le faltaban, en total, siete de los veinte dedos que poseía cuando marchó. Como pudo, nos escribió en un trozo de papel lo mucho que se alegraba de vernos.

J. murió esta mañana. Sus hijos hemos estado con él todo este tiempo, desde su vuelta. Los últimos días fueron los más duros. Sensorialmente aislado, no nos reconocía y creyó que moriría sólo. Afortunadamente, minutos antes de su marcha, J. abrió los ojos y nos pareció que era capaz de ver. Sonrió y, llevándose la mano al pecho, expiró.

J. descansa al lado de nuestra madre. Ella se fue antes de que J. dejara su trabajo y su vida, aunque después de que sus hijos pudieran valerse por sí mismos. Cuando aquello ocurrió, J. dijo que la encontraría de nuevo, cristalizada en cada persona que se cruzara en el camino. Nos prometió que, si no era así, él mismo se aseguraría de recordarlo.

J. no encontró a nuestra madre, únicamente, en siete ocasiones. Durante los seis años que duró su viaje, conoció a varios miles de hombres y mujeres y pudo comprobar que algo de ella, por pequeño que fuera, vivía dentro de aquellas almas. Sin embargo, decidió cortarse un dedo por cada anomalía, como J. denominó al hecho de no poder verla en las personas.

J. regresó habiendo comprobado que compartió su vida al lado de alguien que estaba presente en casi cualquier ser vivo. La vio, también, en los libros; en la palabra de cada habitante, en cada lugar por el que transitó su viaje.

J. se llevó a madre con él, a pesar de que su cuerpo, devastado por la enfermedad, se había quedado aquí, con nosotros. La llevó en su corazón y supo verla en los demás, así como en el resto de cosas que a nosotros nos parecen mundanas. Cuando ya no pudo observar ni hablar, regresó. Sólo siete, nos garabateó en aquel trozo de papel. Sólo en siete ocasiones no la supe ver.

J. no nos quiso decir dónde habían tenido lugar las anomalías. Sin embargo, en los días que siguieron a su muerte, encontramos un diario entre sus cosas. Nos llevó un tiempo descifrarlo pues la escritura era ilegible. Finalmente, pudimos saber que J. estuvo perdido durante siete días. Siete jornadas en las cuales no se había cruzado con nadie.