Al fondo a la derecha

Todo el mundo se asustó cuando la puerta del bar se abrió de golpe. El resbalón hacía tiempo que estaba vencido y el tope tampoco funcionaba, por lo que la puerta de aluminio y cristal golpeó violentamente contra el tabique enlosado dejándonos a la vista un cuadro inigualable. Entre los que allí estábamos, muchos habíamos decidido parar a tomar un café y estirar las piernas. Solos o con la pareja, con amigos, con los niños o con el bebé. El resto se repartía entre el personal y los clientes fijos de cualquier estación de servicio, los que viven en el pueblo de al lado y acompañan a los camareros desde que abren. Algunas veces son pesados pero se les quiere mucho. El día que alguno no viene es que ha tenido que ir al Hospital, para unas radiografías de él o de la señora.

El hombre que abrió la puerta de esa manera era de los nuestros. Si hubiéramos sido observadores, nos habríamos percatado de que su Ibiza aún estaba en marcha, con la puerta del conductor abierta y completamente cruzado en el parking. Allí plantado, en el umbral, pasó un segundo pero fue el tiempo suficiente como para que se diese cuenta de que todo se detenía, tanto como para mantenerlo mudo, enjugado en sus ojos abiertos que gritaban algo incomprensible. Sus piernas temblaban. Tanto tiempo como para hacernos una foto perfecta sin que nadie reaccionara tras el susto inicial. Era como preguntarse -¿Y ahora qué?-

Casi a punto de terminar ese impasible segundo, Lucía decidió hacer un alarde de equilibrio y sin soltar la bandeja con dos molletes de mantequilla y dos cafés con leche, gritó -¡Al fondo a la derecha, al fondo a la derecha!-

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