Cuando ocurren, hacen posible que los muebles se desdibujen, que las líneas se tuerzan y que los colores del salón adquieran unos tonos pastel que ya los quisieran los cuentos para sí. Las voces que escuchas se alejan sin que ello te importe, como perdiéndose en el tiempo. Dejas de pesar, dejas de moverte, dejas de pensar, dejas en cierta manera de existir y pasas a ser algo dentro de un todo sin consciencia propia ni protagonismo alguno. Lo que suceda mientras permaneces en ese estado es cosa de otros y, además, ni siquiera te importa. El tiempo se separa del espacio que ocupas, fijo y estático, para seguir su marcha sin ti. Cuando vuelves, todo está tal y como lo dejaste. El ventilador sigue girando a mínima potencia en el techo, la infusión se ha quedado fría y el magazine televisivo de la tarde cada vez me gusta menos. Son menos cuarto y solo recuerdo que eran y media. Es lo que duran estas siestas, dulces en su término cuando llegan de manera inesperada.