Cristina

Cristina parecía preocupada esta mañana. Quiero decir, más de lo normal porque lleva días como ausente, concentrada en sus papeles y sin salir de su despacho. Hace una semana que no la vemos por el café así que hemos enviado a Aurora en misión especial de rescate mientras nosotros íbamos de avanzadilla hacia el apasionante mundo del cortado descafeinado mañanero.

El problema es que llevamos veinte minutos esperando y ninguna asoma por la puerta. El que sí ha aparecido es el mustío de Enrique que, desde que ascendió a Sales Manager, se ha dejado hasta el padel. Dice que ya no es un deporte a su altura. No sé por qué sigue apareciendo por la cafetería aunque, claro, estando Lola, ya lo vamos entendiendo. Lola lo pone en su sitio pero nosotros somos unos mindundis y ha tardado dos segundos en mandarnos a trabajar así que, de vuelta, pasamos despacito por la cueva de Cristina y ahí están las dos, ella y Aurora, abrazadas, llorando y mirándose a los ojos, sin hablar. Mal asunto.

Conociendo a Aurora, esto no nos lo cuenta. Ahora hemos perdido dos activos y no nos va a quedar más remedio que hablar de baloncesto porque a Miguel no le gusta el fútbol. Tiene problemas con su mujer precisamente por eso (es una futbolera de cojones). En fin, antes los cafés eran la leche porque nos diferenciábamos de los gallineros monogénero (fútbol o cremas y no sé en qué orden) y, por supuesto, nos alejábamos del ridículo de Enrique que parece un presentador de concurso nada más que haciendo preguntas a una Lola que, dicho sea de paso, solo contesta sí o no cuando no lo manda al carajo con esos ojos verdes que matan, madre de dios.

Nos ha llamado en voz baja Rubén, el guardia nuevo con pinta de chulo. Chulo pero al día de todo. Por lo visto la semana pasada Cristina y Lola salieron juntas a eso de las ocho de la tarde y estuvieron tomando unas cañas en la terraza de Casa Manolo, justo enfrente de la garita. Dice Rubén que a la tercera, Lola se fue con Enrique en su moto y Cristina se quedó sola, llorando.

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