La playa, el niño y el padre

Dice el niño que se aburre en la playa y el padre, sentado bajo la sombrilla, deja de leer el periódico, apoyándolo en las piernas.

—¡Algo hemos hecho mal!

El niño no escucha al padre y continua con el mismo gesto áspero. Tal vez, para él, sea la misma frase manida de siempre, que también le aburre. La playa es un lugar incómodo si los juegos ya no son los de antes. El niño quiere irse a casa, estar al fresco de su habitación, conectar el móvil y sentir la algarabía de sus amigos a través de los auriculares.

—¿Cuándo nos vamos a casa?

El descontento del niño acaba contagiando el humor del padre. Ya no tiene ganas de seguir leyendo y el aire que se ha levantado, le trae una fina arena que ahora molesta. Antes, ir a la playa era un premio y las malas caras no tenían cabida. Hordas de chiquillos, transportados en camiones y furgonetas desde pueblos alejados de la costa, desembarcaban en la arena sin más prenda que unos calzoncillos a modo de bañador.

—Eso era entonces. Cuando el abuelo.

El niño tiene razón y el padre lo sabe. Cuando a él le tocaba playa, ya existían los cubos y las palas. Ya de más grande, las viejas cámaras de neumático de camión se usaban para divertirse con los amigos en el agua. Los modernos se atrevían con el voley. La playa, incluso de noche.

—¡Qué tiempos aquellos!

—Papá ¿te bañas?

El niño espera una respuesta que ya conoce. Padre, con la mirada fija en un punto del horizonte, se ha vuelto a perder en sus recuerdos. Algunos, reconstruidos a su conveniencia, le obligan a desear una juventud que ya no volverá, despreciando el presente de una manera absurda.

—Eres estúpido —piensa para sí. —Pierdes lo bueno del presente, lamentando las oportunidades perdidas. Al menos antes tenías tiempo, años por delante, posibilidades de mejorar. Ahora sucumbes a la nostalgia ¡Necio! ¡Apocado! ¡Cobarde!

—Me aburro papá. Mucho.

—¿Te bañas, hijo?

—¡Sí! ¡Ya era hora!