El café

Invariable ante las estaciones era su cita diaria con el café. Jamás dejó de olerlo, incluso cuando enfermaba. Su aroma era el de siempre, servido en las tazas de siempre y con las tranquilas palabras de los contertulios de siempre. Algunas tardes salían a relucir viejas fotos que servían de excusa para valorar el paso del tiempo y lucir alguna que otra sonrisa más propia de la satisfacción que de la nostalgia. Otras, en cambio, eran las noticias del diario las que servían como pretexto para mirarse a los ojos y saberse en familia. El café siempre se sirvió caliente y dulce, acorde con el tono y la ternura de las palabras que vestían aquel salón donde pasó los primeros años de su vida. Media hora al día bastaba para volver a reunir las fuerzas necesarias con las que hacer frente al frío de la tarde o al calor del emparrado.

Post navigation