A Mariano le abandonaron sus huesos. Me lo había dicho antes, durante una tarde de pádel.
—Los huesos, Luis ¡que se me salen del cuerpo!
Me lo tomé a coña. Nunca hubiera imaginado que lo vería así, hecho un amasijo de carne, desparramado por el suelo, plano, casi esponjoso. Al menos, era capaz de hablar.
—Al final pasó, Luis —balbuceaba —Ni los dientes se han quedado. Todos se fueron anoche. No me sostengo. Me ahogo, Luis, ¡me ahogo! —se quejaba, el pobre, postrado en la cama de aquel box de urgencias.
Subí a verlo más tarde, en planta. Estaba peor. No paraba de llorar. La enfermera no dejó de suministrarle un tranquilizante tras otro. Le habían colocado el brazo sobre una estantería para que se quedara firme y así ponerle la vía. Para facilitarle la respiración, del techo colgaban varios hilos de nylon. En sus extremos, unos anzuelos, clavados en el pecho de Mariano, levantaban lo suficiente como para permitir que el aire entrara en los pulmones. Pobre Mariano.
Sin huesos ni dientes. Sólo uñas, carne y ojos. Así ha sobrevivido Mariano durante tres años. Hasta hoy, que le han colocado un exo-esqueleto. Todo titanio, brillante. Cómo lo sostiene y lo hace andar. Mariano corre y juega al pádel. Hasta es capaz de sentarse. Mariano sonríe de nuevo.
—Soy otro, Luis. Estos hierros me han dado la vida. Y ¿sabes qué? —me pregunta, antes de contarlo él mismo.
Los huesos de Mariano se enteraron de lo del titanio y no tardaron en presentarse en casa. Querían recuperarlo.
—¡A la mierda! — exclamó con rabia —Ahora que vuelvo a estar erguido pretendéis volver ¡Que os den!
Y así fue como Mariano acabó con sus huesos en un cajón, después de que se le salieran del cuerpo.