Con el tiempo los ordenadores dejaron de traer botones. Lo último en desaparecer fue el teclado. Alguien, lustros atrás, decidió eliminar, primero, los lectores de CD y DVD y, después, los puertos USB. El abuelo nos lo recordaba cuando contaba que un montón de idiotas acampaban en las tiendas de informática la noche anterior a la salida de un nuevo modelo. Lo hacían para ser los primeros en adquirir un portátil sin apenas orificios en los que poder conectar algo decente.
El abuelo, actualmente, está en paradero desconocido. Su viejo portátil se lo llevaron unos chicos de la Universidad, interesados en conectar hardware antiguo al «Metaverso». Si se enterara, volvería de donde quiera que se encuentre y me mataría. De eso estoy seguro. Es un bicho raro. Un inadaptado. No como sus amigos a los que veo todos los días en el parque, nada más entrar al «Metaverso». Riñó con ellos cuando se registraron y dejaron de ir los martes a echar la partida al «Martínez», uno de los pocos bares que quedan en el mundo de verdad. El abuelo nunca les perdonaría aquello. Dejarlo tirado por una sensación de juventud y la posibilidad de imaginarse vivo en un entorno seguro.
—¡Que sois unos gilipollas! —les gritaba arrimándose al micrófono conectado a la tarjeta «Sound Blaster 64» de su «Windows 2000». —¡Gilipollas! ¡Imbéciles!
Casimiro, Joaquín y Sixto no le hicieron ni caso. Andaban metidos en una pandilla virtual quinceañera bastante popular en el «Metaverso». Decía Joaquín que tenía ochenta años en la cabeza y dieciséis en las piernas y que, de allí, no lo sacaba ni Dios. Hasta un día vino a buscarme y me dijo:
—Cuando veas a tu abuelo, dile que el gilipollas es él. Pero cuando lo veas de verdad, a la cara se lo sueltas. De mi parte y de parte de estos dos ¡Y que nos deje en paz!
Me fue imposible hacerlo pues, cuando me desconecté para dormir un rato, el abuelo ya no estaba. Había dejado una nota al lado de mi portátil. Se iba porque estaba harto de estar solo, sin nadie con quien hablar ni nadie a quien mirar. No entraría jamás en el «Metaverso».
—Un día, siendo yo pequeño, las manzanas que madre traía de la frutería dejaron de oler. Ahí comenzó todo. Ahora sólo estáis aquí para dormir y, nada más despertar, os metéis en las habitaciones especiales con ese trozo de aluminio al que llamáis ordenador para permanecer inertes durante horas. Yo os miro a través del cristal y me recordáis a los que, años atrás, gastaban media vida en aquellos «ciberchats». Marcho. Que os den.
Me pareció injusto que el abuelo me metiera en el mismo saco que a sus amigos. A fin de cuentas, en el mundo de verdad no hay trabajo cualificado. Del mantenimiento básico y de la seguridad se encargan los autómatas. El resto de actividad económica tiene lugar aquí, en el «Meta». No tengo más narices que entrar todos los puñeteros días y aguantar a niñatos de ochenta años que creen que, por haber vivido en el mundo de verdad, no se van a volver a enamorar ni soltarán estupideces o, más grave aún, que serán felices porque ya van de vuelta. No hablo sólo de Casimiro, Joaquín y Sixto. Les ocurre a todos. A ver si se dan cuenta. El «Metaverso» y el mundo real tienen algo en común y es que, vivas donde vivas, mientras lo hagas, no dejarás de equivocarte. El abuelo lo sabía.