Ojos

Raúl tenía los ojos enormes y redondos. Eran de un color oliva intensamente oscuro, tanto que resultaba complicado distinguir la línea que separaba el iris de la pupila. Producían una mirada tan desgarradora que impedían recordar el resto de sus facciones, negando las expresiones de su cara a quien intentara percibirlas. Raúl, a ojos de la gente, no tenía cejas ni sonrisa, tampoco boca ni nariz; solo unos ojos fríos y profundos que helaban el alma a quien se cruzara con ellos.

Cuando nació, su madre era incapaz de amamantarlo mientras el bebé la miraba de esa forma. Lejos de sentir amor, notaba como aquel niño le arrancaba de las entrañas la propia vida, secándola con aquellos ojos. Se acostumbró a no mirarlo, igual que su padre, que sus hermanos.

Con el tiempo, Raúl fingía estar dormido para descubrir un mundo sin él, que no era otra cosa que la existencia en sí misma, con sus rutinas y sus miserias, también con sus alegrías. Vivió en vela simulando estar soñando y con los ojos cerrados fue cómo aprendió a distinguir las emociones que, despierto, le habían negado.

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