Es verano, aunque bien podríamos estar en Navidad, celebrar la Semana Santa o disfrutar de los carnavales. Para lo que voy a contar, lo mismo da.
Tal vez ocurra en otros países. Lo desconozco, ya que no he tenido la oportunidad de tener una mirada tan amplia, desde los dos puntos de vista.
El primero de ellos corresponde al autóctono , ya no sólo de una zona, también de una celebración. Éste posee un conocimiento superior al visitante. Esta sapiencia adicional, antes que merecida (que, en muchos casos ocurre) es moral. Siente el legítimo que es suya la tierra o la cultura y actúa como defensor de un legado dinástico, casi religioso. Es posible que no haya reparado en detalles o, incluso, que no tenga conocimiento de algún rincón o anécdota por falta de ánimo explorador, pero la vida lo ligó al lugar y sabe que otros (los visitantes) no podrán entender qué significa ser de aquí, algo especial que no puede explicarse. Sólo vivirse.
Justo en el carril contiguo, el visitante que descubre por primera, segunda o tercera vez la tierra del anterior y sus tradiciones. Suele, a menos que hablemos de turistas de borrachera y salto desde el balcón, mostrar una curiosidad distinta. A menudo, como es novedad, extiende sus sentidos y ensalza la brisa misma, el acento que le es extraño o los sabores y colores de lo que ve y prueba. Su cuerpo (y mente) reacciona ante lo que era antes desconocido y pregunta o, más peligroso aún, opina sobre verdades incontestables. El visitante nunca muestra celo, pues tiene hambre de descubrimiento y valora con <no sabéis lo que tenéis aquí>, granjeándose toda una suerte de amigos y enemigos entre las filas autóctonas.
Y de esta forma va discurriendo el verano. Los primeros prefieren apreciar las bondades de su tierra antes de que lleguen los segundos (o cuando estos se marchan). Estos últimos se preguntan por qué los primeros, a quien Dios les concedió un regalo, no extraen la esencia del lugar. Eso, en verano, pues hay tiempo que repartir. Mayor encuentro y contacto existe si hablamos de acontecimientos que ocurren en unos días y obligan a una convivencia tan convenida como necesaria.
Me pregunto de qué lado estoy. No deseo estar en el de la desconfianza hacia el que no es dueño ni valedor de lo nuestro. Tampoco en el de la arrogancia de quien descubre. A todos nos pasa. Somos autóctonos y visitantes a la vez, aunque en diferentes lugares y momentos. Esto no es de nadie ni tampoco nuestro.