El extenso territorio de Marte no escaparía durante mucho tiempo a la ambición humana, mal llamada emprendimiento. Otro día hablaré de las muchas palabras que han venido a suceder a las auténticas, simplemente porque alguien decide que lo puro es, en esencia, perverso o demasiado poderoso como para dejarlo campar a sus anchas a través de nuestro consciente.
Así que decenas, centenas, miles de inversiones pusieron sus ojos en las pálidas planicies, dispuestas a cambiar el color de unos números ya agotados aquí, en casa. Sin crecimiento real, la economía terrestre se hallaba suspendida sobre un horizonte de sucesos que parecía definitivo. Marte supondría una nueva expansión en la frontera de posibilidades de producción.
Más tierra y más recursos sin que fueran necesarias dosis adicionales de tecnología. No obstante, la restricción existía: ni un sólo centímetro de superficie explotada y trasladada. Marte es para los marcianos, mal llamados emprendedores. Y con ellos, sus retornos, casi ingrávidos, permanentemente multiplicados, regidos por leyes distintas.
Mientras, la economía terrestre colapsa, siendo incapaz de contagiarnos a través de un vacío que se extiende durante doscientos cincuenta millones de kilómetros. Sentado frente a mí, apura el vaso de un trago. Contiene la respiración, antes de preguntar.
—¿No deseas volver? —titubea, después de conocer que estoy embarazada de él.
—¿Para qué? —respondo —¿para vivir intervenida? ¿atada a un mundo que ya no se parece a lo que relataban los libros?
—Pero… ¡aquí no hay nada! ¡Míranos! Apenas podemos desplazarnos a algunas zonas del planeta.
Me pregunto qué vi en él. Tal vez la necesidad de contar con una referencia sobre lo que no soy.
—Puedes regresar, pero la niña y yo nos quedamos. Y, sí, tienes razón. Aquí no hay nada.
Sonríe, negando con la cabeza, mirando hacia otro lado. A punto de decirme que no logra entenderme, lo interrumpo para terminar la frase.
—Aún.